Alguien me dijo alguna vez, parafraseando a Oscar Wilde, que las dos únicas reglas existentes para escribir eran, tener algo que decir y decirlo. Paradójicamente, quienes se han aventurado a seguir con desafío las dos reglas de Wilde, han sabido verse en más de un embrollo, le han negado la entrada a espacios y eventos o, en el más común de los casos, ha perdido a uno que otro “amigo” que no ha sabido soportar alguna que otra “verdad”. En cuanto a la crítica se refiere, es innegable que la ejercen quienes aman el arte a través de su análisis utilizando la escritura como medio pero, en muchos casos, con una excesiva dosis de autocensura y temor; el temor al EGO de los otros.
El EGO es ese ente malévolo que nos invade y nos ciega respecto a verdades y falencias propias, y que es más fuerte, más grande, más bello, más inteligente y más talentoso de lo que verdaderamente somos. El EGO es el mentiroso más hábil que puede haber, y también el más peligroso.
El asunto del temor radica en que poseemos un afán casi enfermizo por ser moneda de oro para todo el mundo, algo así como padecer un grave trastorno de autoestima que, por lo tanto, nos induce a callar nuestros argumentos, a ensalzar la mediocridad sobre el talento o, a emplear la crítica como una herramienta que favorezca nuestras relaciones públicas con nuestro círculo de “amigos” influyentes, quienes nos ayudarán, quizás, a tener un futuro económico más llevadero. Ésa es la infamia que comete gran parte de los señores eruditos y poderosos del medio artístico, quienes, se dicen, intentan nutrir con sus aportes nuestra ya desnutrida y endeble cultura.
Mucho tiempos atrás disfrutaba leyendo el blog de “Lolita Franco”, nunca supe quien era, solo recuerdo que escribía sobre el medio artístico de Bogotá. Me emocionaban sobre todo sus comentarios ácidos y sinceros aunque sazonados con cierto empalago; extrañamente dejó de actualizar sus post en el 2011. Ella (o él), quien aparentemente realizaba una crítica aguerrida, también practicaba la autocensura al punto de no mostrar su identidad verdadera, porque, en palabras de la misma Franco, hay que manejar un perfil bajo “… Para evitar los impertinentes ataques de una traicionera jauría de lobos como lo es la del mundo del arte. Mundo un tanto patético, esnobista, hipócrita y vanidoso. Un mundo en donde predomina la mala cara, la actitud intelectual, las miradas de reojo y no el buen sentido estético, la promoción objetiva o la verdadera discusión de ideas”.
En efecto, ese mundo de lobos existe porque el EGO nos supera siempre a elevadas potencias, siendo este quien reacciona automática, irracional e impulsivamente cuando escucha mencionar su nombre y no le preceden precisamente una montaña de halagos pomposos y maniqueos. Es entonces cuando guardar silencio, utilizar eufemismos, o ser un vil mentiroso sería para quienes desean escribir sobre arte, la “mejor opción” más no la más correcta.
La pregunta entonces es esta: ¿Dónde comenzó la terrible idea de que quien escribe ejerciendo la crítica de arte, debe hacer un comentario dulzón y paternalista?
En un medio en el cual el gusto de las cosas se erige fundamentalmente por el grado mayor de conveniencia, las leyes del silencio determinan la aridez de los escritos que suelen aparecer en los medios académicos y masivos. Si un solo periodista (que no hace crítica, por supuesto) realiza una nota mediocre sobre el artista de “moda”, por efecto dominó el resto de las notas en periódicos, blogs y revistas del país, opinan irremediablemente lo mismo (sucedió así en el anterior 43SNA, con artistas que se robaron todo el protagonismo por falta de criterio periodístico, pero sobre todo, por la carencia de información y de ideas). Si atacan a fulano, todos atacan a fulano, si ensalzan a perano, todos ensalzan a perano, de ahí la mediocridad que impera en el mercado del arte, por ejemplo, de ahí que debamos preguntarnos nuevamente, ¿alguien sabe siquiera qué significa tener un criterio sincero, coherente y con argumentos? Para eso debe existir la crítica de arte consciente, alejada de prejuicios, alejada de convenientes pactos con instituciones o dogmas, puesto que, analizar y valorar a la luz de la verdad lo que sucede en el medio artístico es fundamental, a pesar de la insistente ilusión que poseen algunos artistas de querer bailar sobre el cadáver de la crítica de arte.
Siendo francos, en un medio donde despedazar críticos es un deporte, a menos claro que este sea amigo de todos, lo cual, por respeto a la justa verdad, es básicamente imposible, la crítica como actividad no solo informativa sino valorativa y dinamizadora de pensamiento, requiere de quienes la ejercen una escala de prioridades diferentes al elogio o la aceptación social. Baudelaire, Osacar Wilde, John Ruskin, Clement Greemberg, Robert Hughest, Marta Traba y hasta la actual Avelina Lesper por mencionar algunos críticos, han sabido ejercer con franqueza, a pesar de las múltiples burlas, miramientos, desaprobaciones y hasta memes, una disciplina en la cual han procurado como ya lo mencionó Oscar Wilde:
“Crear en la crítica de arte ese sereno talante filosófico que ama a la verdad por sí misma, y que no la ama menos porque sepa que es inalcanzable”.
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