miércoles, 4 de mayo de 2016

LA SUSPENSIÓN DEL EGO: autocrítica como necesidad intelectual

    “En el mundo del arte, el éxito a menudo se construye más 
sobre la vanidad que sobre la verdad.”

“Big ego” 1990, Nancy Dwyer


Desde hace días, me ronda una inquietud: en un mundo donde el éxito muchas veces define nuestra forma de afrontar las circunstancias, parece que este éxito se construye, tristemente, sobre un carácter poco ético. En este afán por sobresalir, la mediocridad se convierte en una cómoda excusa para evadir verdades incómodas y prejuicios propios, especialmente cuando evaluamos una obra, un evento o un texto.

El miedo al éxito ajeno es el primer síntoma de este problema. Este temor no solo genera rivalidades infantiles y discusiones superficiales (que distan mucho de ser debates constructivos), sino que alimenta malos tratos entre artistas, curadores y críticos. En lugar de trabajar con dedicación, amor y disciplina, muchos parecen más preocupados por vigilar cómo otros manejan sus carreras. Así se perpetúa una inseguridad disfrazada de vanidad, donde criticar (que no hacer crítica) se vuelve el único recurso para sentirse superior.

El desgaste profesional de vivir comparándonos con otros tiene consecuencias inevitables: mediocridad personal y estancamiento creativo. Desde esta cómoda posición, se pierde la objetividad, y la única explicación para el fracaso propio parece ser culpar a los demás.

Aclaro que este texto no es una guía de autoayuda ni pretende ofrecer fórmulas mágicas de éxito. Más bien, es un intento de reflexionar sobre uno de los peores demonios que enfrentamos quienes trabajamos en el ámbito cultural: el ego. Este demonio nos hace creer que todo lo que hacemos merece admiración y aplausos, cuando la verdad es que nuestra existencia en este mundo es mucho más insignificante de lo que quisiéramos admitir.

La necesidad de sentirnos especiales da lugar al autoengaño: un asiento VIP nos hace creernos importantes, los likes en redes sociales alimentan esa ilusión, un saludo de una figura reconocida valida nuestra existencia. Y peor aún, esta falsa importancia se convierte en una licencia para menospreciar a otros. Pero, ¿ser importantes nos hace mejores personas? ¿O eso ya no importa tanto?

Como artista graduada, entendí desde el principio que mis primeras obras estaban lejos de ser ejemplares. Los problemas técnicos y discursos maniqueos que marqué en mis inicios me llevaron a optar por un camino menos “brillante” a corto plazo. Mientras muchos compañeros buscaban reconocimiento inmediato, yo aposté por la autorreflexión. Sin embargo, el éxito rápido parece ser la meta principal: bastan unas cuantas menciones en publicaciones locales o ventas en subastas para que algunos artistas abandonen la introspección y se entreguen al autobombo, despreciando cualquier señal de que aún les queda camino por recorrer.

El principal problema en la crítica de arte, ahora que lo pienso, no son las teorías de interpretación de Sontag, los debates institucionales de Danto o Dickie, ni las cuestiones estéticas de Kant o Hegel. Tampoco lo es la reproductibilidad técnica que Benjamin analizó con tanta profundidad. El problema, más cotidiano y visceral, es el ego.

Es incómodo hablar de esto porque no es políticamente correcto. Pero es evidente en frases como:“El público no entiende mi obra, luego, el público es idiota”.
“El crítico no aprecia mi trabajo, luego, el crítico es idiota”.
“El galerista no me representa, luego, el galerista es idiota”.

Estas afirmaciones son el refugio de una mente pequeña que no acepta que, quizá, el problema no está en los demás, sino en uno mismo.


LA INSEGURIDAD SOBRE UNO MISMO

Hace unos días, después de entregar un texto para una de las publicaciones en las que colaboro, reflexionaba sobre algo incómodo: el peor error de quienes leemos y escribimos es creer que sabemos hacerlo perfectamente. Siendo muy franca, he leído textos de autores cuyas firmas brillan en los renglones dorados de la historia cultural, reconocidos como mentes lúcidas, y aun así he encontrado en ellos incoherencias estructurales, contradicciones teóricas, problemas de redacción, gramática, e incluso ortografía. Esto me llevó a preguntarme: ¿Cuántas barbaridades habrá leído alguien en mis textos?

De ahí surge ese temor inevitable: revisar todo lo que ya he publicado, solo para encontrar errores, y más errores… y horrores. Entonces llega ese golpe inesperado: la suspensión del ego. Se caen las máscaras del autoelogio y emerge la verdad, cruda y desafiante. De repente, ya no somos tan brillantes como creíamos. Porque, en realidad, nunca lo hemos sido.

Una de las definiciones más curiosas del ego dice que es la forma en que el individuo se reconoce como “YO”. Sin embargo, al reflexionar, me pregunto si el ego no será más bien la forma en que desconocemos. Desconocernos a nosotros mismos, desconocer la realidad de nuestros actos, pobres e insignificantes en su verdadera dimensión.

Quizás lo que realmente necesita el mundo del arte (y quizás la sociedad entera) es deshacerse de esa máscara del “yo” que cree que todo lo que hacemos merece aplausos, premios, becas o invitaciones. Porque no todo es digno de halagos, ni tiene que serlo.

Ahora entiendo, gracias a lo poco o mucho que he observado, que nuestras aspiraciones, en el fondo, están inevitablemente ligadas a la comparación con otros (aunque lo neguemos) y, en menor medida, a la autosuperación, que debería ser lo más importante. Por eso creo que la autocrítica debe ser el motor de nuestras facultades. Sin ella, seguiremos encerrados en sociedades endogámicas, ideológicamente cerradas, y aferradas a una doble moral que alimenta un mundo irreal y mentiroso.

Robert Hughes, con su característico escepticismo, dijo alguna vez que el arte debería ayudarnos a sentir con más claridad e inteligencia. Debería provocarnos sensaciones y pensamientos que, de otro modo, no tendríamos. También debería ser un camino para reflexionar y dejar de idolatrar en exceso lo que, por naturaleza, ya es parte de nuestro hacer. Entonces, me pregunto: ¿qué tiene de maravilloso esto que ahora escribo? ¿Por qué habría de considerarlo grandilocuente o digno de admiración, si no es más que un ejercicio elemental de pensamiento y escritura?


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