DE CRÍTICA Y CRÍTICOS

La crítica en la era del capitalismo 

cultural electrónico


22-04-06 Jose Luis Brea 



No existen los hechos, tan sólo las (mal)interpretaciones.

El objeto de la crítica no es nunca la verdad. Ni siquiera la interpretación, la buena interpretación –tal cosa no existe. Toda crítica malinterpreta –o lo que es lo mismo: dispersa el significado. Debemos pensar la crítica únicamente como dispositivo diseminador, como maquinaria de proliferación del sentido, como aliada incondicional del estado incumplido de las economías del significado.

Línea de sombra

En tanto que invención, el trabajo de la crítica no tiene por misión hacer emerger el efecto que domina desde lo alto la serie, la ecuación nomológica que abarca lo indomesticado. Al contrario, su tarea es acercarnos a ese punto de desbordamiento en que la serie se ve excedida, hacia ese territorio de inestabilidades en que lo que conocemos –se revela en su insuficiencia.

Conceptos zombi

El nuestro es un tiempo de transformaciones profundas, de movimientos tectónicos que afectan a la totalidad de los modos de organizarse el mundo, al dominio categorial que articula nuestras capacidades de comprenderlo y habitarlo. Si se quiere, la crítica tiene que ver con el desajuste que se vive entre esos procesos de cambio tremendo, profundo, y la inmovilidad mantenida en las arquitecturas institucionalizadas del discurso.

e-ck

De esto hablamos cuando hablamos de capitalismo cultural electrónico: del advenimiento de una fase del modelo de producción capitalista caracterizada porque en ella se desplaza el centro de los procesos de generación de riqueza hacia la producción simbólica (y su consumo, y su distribución a través del potencial de las redes electrónicas). Eso significa, en primer lugar, el fin del existir segregado (de los procesos de generación de riqueza) de la producción de narrativas e imaginarios de identificación. Y en segundo lugar, la emergencia de un nuevo sector del trabajo (inmaterial) y la producción cuya aparición va a transformar profundamente el orden de la división del trabajo más primordial –el que separaba a los productores simbólicos del trabajador ordinario.

Tolerancia cero

Lo diré de otra forma: tolerancia cero con el espectáculo. Si la crítica tiene un lugar –en el que verdaderamente ser crítica- éste no puede bajo ninguna forma participar de la lógica del espectáculo. Esto inhabilita por completo dos de las formas en que a la crítica más le encandila –en el momento actual- ejercerse: primero, el escenario de la curaduría (particularmente en la forma que ésta ha alcanzado al hilo de la llamada bienalización del arte). Segundo, el del medio de comunicación de masas (y particularmente de nuevo en la forma de éste por excelencia alcanzada en el contexto del deslizamiento de las industrias del arte al escenario de las del espectáculo, a saber, la del suplemento periodístico -soi dissant “cultural”).

Inconsciente óptico

Admitamos la siguiente hipótesis: que el lugar de la crítica en el contexto de lo que se ha llamado el arte contemporáneo (el del siglo XX, digamos) estaba prefigurado por el “régimen escópico” en que el desarrollo de éste se inscribía. Podríamos describir tal régimen escópico como uno de “inconsciente óptico”, dominado por la convicción de que siempre hay algo “que no vemos” en lo que vemos, o más exactamente algo que no (sabemos que) conocemos en lo que vemos.

Desespacialización

La transformación de las economías de la visualidad por la emergencia y asentamiento de una imagen-tiempo presiona en contra de los dispositivos espacializados de exposición de las prácticas de creación visual. El crítico debe sumarse a esa presión, favoreciendo la transformación rápida de los viejos dispositivos para hacerles cuanto antes capaces y adecuados a la presentación de las nuevas formas de un time-based-art emergido al impulso del asentamiento de tal imagen-tiempo (incluso allí donde esta presión haga pensable la desaparición de tales dispositivos).

E-archives

Tan pronto como aparecen las tecnologías reproductivas del conocimiento, tiene lugar para el arte una auténtica “transmutación de todos los valores” que es crucial para la suerte del proyecto crítico –y el lugar en el que su trabajo puede a partir de entonces realizarse. Me refiero a la transfiguración del valor aurático, cultual, en exhibitivo, y la disociación simultánea del cognitivo de él. Mientras que el valor exhibitivo se queda depositado en el original –como residuo del antiguo aurático, pero ahora en la nueva economía del espectáculo de masas- toda la carga del cognitivo se desplaza al territorio de las reproducciones y los distintos aparatos “epistemológicos” que articulan su acceso: básicamente el archivo –pero también el manual de historia, el carro de diapositivas que sostiene las clases, la revista especializada con sus reproducciones, el catálogo …

Interlectura

Este es el modo en que la disposición-memoria (RAM) de una red opera: en tanto que articulación de mutualidad entre lugares que se someten a interacción recíproca, a contrastación, a puesta en acto de sus diferencias. No por tanto como las memorias ROM (de back-up) por medio de la consignación documental, en archivos de recuperación, sino a la manera de las memoria de sistema, relacionales, distribuidas, en que cada parte del todo lee y resuena en cada una de las otras, como un eco miniaturizado y fractal que recorre cada una de las partes en un barrido sistémico continuo.

Crítica sin condición

Ya hemos señalado los dos territorios en los que la crítica se encuentra desarmada y cautiva: el periodismo y la gestión cultural (en ambos la crítica queda reducida a mero cómplice necesario de los intereses del entretenimiento, como mucho capellán en su marco de la buena -falsa- conciencia dominante).

Atrapada

Como tantas otras, la de la crítica es una actividad atrapada entre el ser y el deber ser. El problema para ella reside en que el territorio en el que puede ser no deja más que un lugar a su enunciado de un deber ser –propio suyo o de aquel otro sistema con el que se relaciona, el del arte. Y ese lugar no es otro que el de hacer sostenible la presunción de que –en el campo de las prácticas artísticas- el ser y el deber ser pueden coincidir en algún punto.

Conceptos nómadas

Para el trabajo que realiza la crítica, la fábrica no es la tradicional arquitectura sintética de la razón, constantemente produciendo síntesis de convergencia y subsunción, sino un modelo de dispersión molecular conectivo en el que las líneas de contraste y confrontación (de lo ajeno con lo ajeno) generan constantemente novedad, la diferencia modal puesta en –y por- la interlectura recíproca que todo lugar efectúa sobre todo otro. La producción de concepto (soportada en la circulación de textos o imágenes) es entonces el resultado del nomadismo y entrechoque interno de los puntos del sistema en sus actos de contraste y comunicación, en su capacidad –la de cada nodo de la red- para transfigurarse o valer por otro o en otro lugar.

Prácticas zombi

Centrándonos en la esfera de las prácticas artísticas –de las prácticas de producción simbólica desarrolladas mediante el uso del significante visual- podríamos afirmar que esas transformaciones profundas de nuestro tiempo revelan un desajuste similar. En este caso no sólo los conceptos que manejamos para comprenderlas viven un tiempo prestado, sino que también las propias prácticas adaptan su forma final a tales conceptos, por lo que ellas mismas terminan aconteciendo como pertenecientes a un tiempo muerto, como prácticas zombi.

Signos del tiempo

Inevitablemente, esta transformación de las sociedades actuales que trae a la producción inmaterial al centro mismo de las nuevas economías de producción y consumo genera un fuerte impacto sobre el sentido y función de las prácticas artísticas en ellas. Podemos valorar este impacto a través de 2 grandes signos: el primero, una tensión de absorción de la totalidad de las prácticas de producción simbólica al seno de las industrias culturales y del entretenimiento.

Mercenarización

Tienen razón quienes se escandalizan –ante un hecho que cada vez parece más generalizado. La orbitalización de un conjunto de supuestos “dispositivos de criticidad” por parte de la propia institución-arte: revistas de crítica, blogs, congresos, elaboraciones de presuntas “historiografías alternativas”, pseudouniversidades propias …

e-image

La economía de la imagen que se realiza bajo las condiciones puestas por los desarrollos de las tecnologías electrónicas desplaza de forma radical lo que podríamos llamar su impulso mnemónico, la forma en que ella opera como dispositivo-memoria. Y ello por una razón fundamental: que mientras la formas tradicionales de realización de la imagen cristalizaban en materializaciones estables (docu / monumentales) la forma del darse de la imagen electrónica es volátil, pasajera, tiene el carácter mismo del fantasma (como la imagen en su lugar natural: la imaginación).

Mil pantallas

Mil pantallas. Acaso todavía no ponderamos bien lo que supone una red de escenarios tan diseminada y ubicua como la que representa un mundo saturado en todas partes de pantallas. Acaso todavía no ponderamos bien la singularidad que como soporte poseen –esta especie de cuadernos mágicos, en los que lo que aparece tiene la misma cualidad del fantasma. Acaso todavía no somos capaces de valorar su alcance ubicuo, la instantaneidad del transporte que proporcionan, la posibilidad de apariciones multisíncroas o simultáneas que ofrecen, la recepción privado/colectiva pero dissimultánea que propician, su carácter de heterotopías prácticas, encastradas en lo real …

Economías de colectividad

Ahora, se trata de poner juntas dos cualidades. De un lado, la de este devenir distribuido del impulso mnemónico de las imágenes y sus archivos –en lo que determina no sólo modos de apropiación colectiva de las producciones cognitivas, sino auténticas formas colegiadas de su propia producción, de su creación y generación. En ellas habrá de comparecer el “común”, esas formas de la intelección general que fundamentan de base toda la reivindicación sobre el carácter imprivatizable de los productos del saber …

Posicionamientos

Situada en medio de ese proceso febril de interlecturas recíprocas de todo lo distinto por todo lo distinto, el trabajo de la crítica interfiere propiciando ejercicios reflexivos (en el sentido más especular que se quiera) para favorecer el (auto)conocimiento de las condiciones bajo los que cualquier acto enunciativo o expresivo se verifica. El objeto de la crítica es entonces las puesta en evidencia –inclemente- del conjunto de dependencias que todo acto de producción enunciativa o cognitiva tiene con la constelación significante (con la episteme específica) en la que se inscribe y adquiere valor.

Carácter modelo

Sea en la investigación universitaria –en las condiciones indicadas- sea fuera de ella, el trabajo de la crítica tiene hoy como primer desafío el generar los propios dispositivos y aparatos en los que su propia actividad pueda darse: su primer compromiso ha de ser con la generación de sus propios agenciamientos.

Online critique

Esta escritura ensayística -que se aparece no sólo como dominio del juicio o la valoración, sino también y sobre todo como territorio o máquina de proliferación de las interpretaciones y multiplicación de los sentidos- debe atravesar y exponerse al reto de la interacción, del estar online, del contrastarse en tiempo real que las nuevas tecnologías comunicativas hacen posible.

Espejismos

En su sentido más profundo, toda crítica debe ser invención, actividad productiva. No le corresponde a ella ocuparse de lo ya conocido, ni siquiera de lo cognoscible, de lo en un momento dado cognoscible. Su trabajo no consiste en hacer su objeto más comprensible, más universal o más asequible lo inescrutable. Ella no está ahí para producir consenso, para acercar las producciones simbólicas al acuerdo lector. Al contrario, su trabajo es invención –y por ello penetración en lo oscuro, en lo no cognoscible en cada tiempo dado. La crítica es por tanto y siempre multiplicación de los disentimientos, de la diversidad de las lecturas, producción intertextual y agonística –alejamiento de cualquier espejismo de facilidad en la lectura.

Contraepistemes

Una buena crítica ofrece marcos de lectura y comprensión del presente sólo en este sentido: en cuanto evidencia que esas prácticas que reconocemos como artísticas están de hecho desbordando lo que en cada ahora –en cada constelación epocal del valor, del saber- se constituye como marco de comprensión estabilizado.

Redefinición

Tanto las prácticas artísticas como la propia institución-Arte experimentan la tensión impulsiva que la exigencia de adecuación a las nuevas necesidades simbólico-antropológicas de nuestra época proyecta sobre su dinámica. Demasiado rápido, sin embargo, la sacrifican a un impulso de supervivencia que sentencia su miseria. Mientras la indagación creadora de estas prácticas siga sometida al trance del ensayo y error, y éste se vea administrado por el premio-castigo de la institución-Arte existente (cristalizada en mercado y museo), ese nadar en la miseria está asegurado.

Arenas movedizas

En relación a la crítica, la institución juega sus bazas del siguiente modo: que en el proceso de transformación que presiona a favor de la absorción de las prácticas de producción al seno de las industrias culturales expandidas a las del entretenimiento y el espectáculo se otorga a la crítica una función protagonista en relación a las ingenierías de la opinión pública.

Cháchara

La multiplicación de las agencias interpretativas: he ahí el factor seguramente más favorable en nuestro tiempo a los desarrollos de la criticidad. Hay que aprender a trabajar con ello, en ese escenario en que la palabra del cualquiera –en un horizonte postmedial que está multiplicando ad infinitum la proliferación de las agencias emisoras- comparece por igual autorizada –alcanzando una especie de “posición de origen” como la reclamada por Rawls en su teoría de la justicia.

Curaduría y banalidad

La expansión de las industrias del entretenimiento que sigue a la consagración del espectáculo en las sociedades contemporáneas absorbe las prácticas de producción de sentido a su territorio, convirtiendo al crítico en gestor integrado bajo la figura del curator como agenciador de oferta cultural. Es tarea del crítico resistir a la banalización de su trabajo, oponiendo al objetivo que preside la demanda -el aumento de la audiencia- un objetivo propio de aumento de la cantidad de sentido que circula.

Paralaje / historia

Tenía razón Hal Foster en sostener que no hay posibilidad de crítica sin el apoyo de la historia, porque todo análisis en profundidad de la obra requería ponerla en paralaje, mostrarla en relación al pasado frente al que crecía –y en cuanto al que adquiría significado y dimensión. Pero esto … ha dejado de ser cierto (ninguna verdad es eterna: no me desconectes Hal).

Economías de distribución

Lo que está en juego –y dejémonos de pamplinas- es el tránsito para todo el sector de las prácticas artísticas desde una dominante economía de comercio (con una escena del don dominada por el intercambio oneroso de objeto-mercancía) hacia otra de distribución (en la que la producción de beneficio económico se fija en relación a la posible regulación del derecho de acceso a la información circulante, distribuida).

Incomplicidad con el dogma (la crítica como estudio cultural)

¿Qué es la crítica tan pronto como deja de lado su complicidad –sitémica- con el dogma en base al cuál se instituye el hegemónico valor social de las prácticas artísticas?
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Estudios visuales, esto es: estudios no cómplices –distanciados, reveladores de posicionamiento- sobre “la vida social de las imágenes”, sobre “la producción de significado cultural a través de visualidad”.

Crítica y ensayo

Como quiera que sea, es preciso restaurar, restablecer y repotenciar el terreno de la escritura como dominio fundamental de ejercicio de la crítica. Ello implica en cualquier caso una retirada del espacio periodístico, en el que la crítica sucumbe a las exigencias (siempre banalizantes) de la información y los intereses de publicitación de las industrias de la conciencia en su búsqueda sistemática de una proyección espectacular -apoyada en lo mediático.

RAM_critique (blog critique)

Bien entendido que hablamos del ensayo como una muy precisa forma literaria caracterizada por, antes que nada, su carácter fragmentario, micrológico y paratáctico, refractario a cualquier pretensión de prefigurar formaciones cargadas de aspiración veridictiva global –todo lo contrario, el espíritu de desmantelamiento es su èlan- y orientado a la intervención puntual, específica y concreta, precisa y nítida como una espada de Hatori Hanzo.

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La crítica en la era del capitalismo cultural electrónico es un conjunto de 32 notas posteadas que intenta constituir una pequeña teoría de la crítica de arte en la actualidad, desarrollada como un sub-blog de ::agenciacritica::



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CREER EN LA CRÍTICA:
Opiniones para tomar la crítica de arte en serio



No debería sorprender si afirmo que la crítica de cualquier arte es mucho menos, pero también mucho más, de lo que la gente supone de común.

¿Sugiero entonces que el crítico y su ejercicio profesional suelen ser vistos, y así malentendidos, con cierto grado de mitificación? Sí. Justo eso es lo que quiero decir.Porque montados en definiciones de diccionario, conceptos idealistas o estético-filosóficos que poco dicen fuera de la teoría, no se llega muy lejos en el camino para comprender el ejercicio diario de la crítica. El real y cotidiano. Que ni siempre es ejercido por petulantes escultores de verdades absolutas ni abordado por artistas pasivos y frustrados en el arte que critican.Aunque a veces, sobran ejemplos, en efecto sea así.
La crítica, sea periodística o académica, es el género subjetivo por excelencia. Ello significa que siempre estará condicionado por el sujeto que lo escribe y por su mirada particular del mundo.
En este punto ya quedó claro que hablo del crítico y su entorno precisamente desde mi propia subjetividad. No podría ser de otra forma y no está de más advertirlo, sobre todo si se considera que es así como me permitiré esbozar algunas inquietudes sobre esta herramienta del pensamiento que es el ejercicio de la crítica.
La crítica, ante todo, es un instrumento cultural elaborado desde su misma época.
Así puede entenderse por qué no existen, ni existirán, los juicios definitivos en gustos, técnicas, estilos o estructuras en la obra o interpretación que se valora. Aunque algunos valores son de referencia universal e intemporales, lo que los rodea, quienes los aprecian, no. Las tendencias, las corrientes principales, mutan. Y las personas, las sociedades, antes que ellas.
La crítica, ante todo, es un instrumento cultural elaborado desde su misma época.
En ocasiones, sólo a través del tiempo se sabe si perdura aquello que lo merece. Pero a veces ni siquiera lo que merece permanecer se libra de las fauces del tiempo.
Y es justo esta contemporaneidad a la que está ceñida toda crítica la que me hace plantear que la mirada del crítico siempre debe ser fresca: nueva, inquieta, joven, si quiere aportar algo al arte que critica.
Porque es obvio que si bien se pueden construir relecturas importantes, por lo general hacer hoy una crítica sobre obras o artistas de un pasado muy remoto resulta una labor relativamente sencilla, entre otras razones porque carece del riesgo, compromiso y valor inherentes de una buena crítica que se lanza al mundo y a lo que en él ocurre.
¿Pero qué dice un crítico del arte de hoy, del que le toca presenciar; de las obras y las interpretaciones, de los contenidos y las formas del arte contemporáneo?
¿Ese crítico en verdad tiene una mirada crítica o como crítico el que está en crisis es él?
Señalado el verdadero campo de acción de un crítico, o sea el arte vivo, es posible y acaso necesario preguntar: ¿la crítica es un género actualizado o, como sustento argumental y valorativo abrazó una tradición que se hace vieja y así ella misma se volvió pasada de moda, vintage o, peor de los casos, inútil?
Un crítico verdadero y actual se asume en la perspectiva que construye y la fortalece para compartirla sin censura, sin ambigüedades. No se conforma como villamelón sociopolíticamente correcto ni se disfraza de cronista enredado que opina para enredar el entorno y así eludir las responsabilidades de sus juicios.
Un crítico verdadero y actual se asume en la perspectiva que construye y la fortalece para compartirla sin censura, sin ambigüedades.
¿Cómo puede ser válido un juicio, una opinión si las referencias filosóficas legadas por Kant, Schopenhauer, Nietzsche y algunos otros apóstoles de la estética moderna hoy difícilmente son algo más que poesía y los poetas, como enseña Zaratustra, siempre mienten? O, lo que es lo mismo: ¿cómo no caer en el juego de que toda opinión y juicio es respetable y tiene validez en plena posmodernidad, un tiempo y espacio ambiguo y relativista en el que según los teóricos el ser humano dejó de creer en lo que antes creía: ideologías, instituciones, valores tradicionales, en él mismo y hasta en los propios escépticos?
Así, en medio de semejante hoyo negro de incredulidad, en el que por otra parte todo se puede creer, desde el célebre Credo de Wagner (“Creo en Dios, en Mozart y en Beethoven…”) hasta los mundialmente célebres vaticinios del pulpo Paul, no puedo más que ser posmoderno y salir con una serie de creencias particulares.

Uno: creo que la crítica es, como dijera Tomas Sterns Eliot, una actividad instintiva de la mente civilizada.
Puede ser entonces un instrumento cultural, una herramienta del pensamiento, aunque eso no lo crea Eliot, sino yo.
Dos: creo que podemos creer en la crítica como un género de opinión que vale, más o menos, de acuerdo con su argumentación formal, lógica y profesional; que lanza un juicio de valor de acuerdo al conocimiento, intuición y perspectiva del autor respecto de aquel arte del que escribe.
Porque hay que escribirlo: toda crítica que aspire a ser tomada en serio debe sentarse por escrito.
Tres: creo igual que la crítica puede ser escrita por un periodista, por un escritor o poeta, o bien por alguna persona que tenga la formación artística que valora, pero en todo caso debe partir de un interés particular por el objeto o sujeto que critica.No es una obviedad.
Un crítico auténtico es en esencia un fan de aquello que critica. Un fan es genuinamente entusiasta en sus motivaciones: él mejor que nadie sabe cuándo una obra o un intérprete, un director, le convence con su trabajo artístico y cuándo no.Y, sobre todo, le interesa saber, reflexionar o intuir por qué.A un fan de verdad, en el fondo, nunca se le puede engañar.
Cuatro: la crítica, reitero, es un género de opinión que debe ser argumentada. Es también un género persuasivo y de autor.
Creo, por lo tanto, que la personalidad y el estilo del crítico debe manifestarse en la crítica. Ese punto personal, esa mirada particular del autor de la crítica respecto a lo que critica, al arte en general, a la vida, es lo que proyecta una crítica. Eso es de lo más valioso, es la esencia.
Porque la literatura no es letras o palabras. La música no es sonidos y silencios. La pintura no es color y espacio. O sea sí, eso son esas disciplinas, igual que estructura, técnica y propuesta, pero en realidad son experiencias de vida real o imaginada, posible o imposible. Son expresiones humanas a partir del mundo.
Cinco: creo que una crítica puede ser un libro entero o bien algunos cuantos caracteres.
Y no una verdad irrefutable, sino una perspectiva, entre más sólida y conocedora mejor, es lo que sin dogmatismos debe argumentarse.
Todo elemento del quehacer cultural es un ingrediente para la argumentación: los libros, los estudios académicos, discografías, investigaciones, los medios de comunicación masiva, los viajes y un largo etcétera, entre ellos.
Depende de cada crítico su uso y abuso, de su mayor o menor arte, para fundamentar sus opiniones y así persuadir a sus lectores de su mirada, de su juicio, de su interpretación de la realidad. O de la falta de ésta.La crítica, reitero, es un género de opinión que debe ser argumentada. Es también un género persuasivo y de autor.
Seis: creo que la crítica que se publica en cualquier medio formal, o no tan formal: pero casi, confiere al crítico un coto de poder a fin de cuentas, y por ello lo escrito y publicado debe ser honesto, con lineamientos éticos definidos y al mismo tiempo insobornable.Aunque toda crítica surge de la subjetividad, al momento de ser plasmada debe ser completamente objetiva. O lo que es lo mismo: el juicio es subjetivo, las motivaciones profesionales y éticas, la honestidad, eso sí que es pura objetividad.
De lo contrario ya no es crítica.
El crítico, llegado el caso, puede equivocarse en el natural e inevitable riesgo de su actividad. Puede apostar por aquello que quizá no haya valido la pena (aunque eso sólo con el tiempo se sabrá), puede pasar por alto algún detalle, puede incluso ser un tanto radical y empecinado al momento de fundamentar lo que escribe y no por ello comprometer su honestidad. Acaso, si eso ocurre, pierda lectores y su porcentaje de bateo en la comprensión del mundo disminuya.
Pero su integridad no depende de ello. Lo inaceptable, lo que no puede ser es un mentiroso o un vendido. Puesto que ya no sería un crítico, sería un cabrón.
Siete: creo que la crítica no consiste en acuchillar a un intérprete o una obra. No se trata de ninguna crucifixión y menos de una crucificción(sic).
Es decir, no creo en los sicarios de la crítica que descuartizan a los que consideran sus enemigos ni tampoco en los laudatorios críticos que escriben para granjearse los favores de sus amigos, que en el peor de los casos ni siquiera lo son.
Ocho: la experiencia, en ocasiones, sirve para seguir ejerciendo la crítica. Pero no creo, no creo y es más: no estoy convencido de que el paso de los años en sí mismo le dé las herramientas a un crítico para afinar la puntería de sus opiniones.
De hecho, considero que los críticos o sus miradas pueden tener una fecha de caducidad, si como ha dicho el periodista, escritor, ex crítico y hoy cineasta Alberto Fuguet, “El crítico opta por dejar de ser un creador y se conforma, ya desde la paz interior o desde la frustración y la mala leche”.
En ese caso, decía Fuguet, los críticos deberían ser como los Niños Cantores de Viena (o como los Menudo): a determinada edad deben retirarse.
No pienso en una edad física, por cierto, sino en una de perspectiva de entendimiento del acontecer artístico que se avejenta, que se arrancia y se atrofia, y vicia lo que de ella emana.
Nueve: creo que la crítica sirve o no sirve para algo dependiendo de los horizontes intelectuales de quien la lee.
Ahondar en el valor y utilidad de una crítica o incluso en su virtud de entretención y esparcimiento sería menospreciar las capacidades de los lectores.
Sólo conviene dejar claro que, como dijera Henry James, “El crítico puede ser un cofrade del artista, un aliado, un intérprete, un hermano, pero lo es a la vez del público”.
El crítico separa, desde su perspectiva, el trigo de la paja, como señala el periodista y teórico chileno José Ignacio Silva, y también se encarga de señalar los granos más selectos del granero y por qué éstos y no otros.
Milan Kundera señala algo parecido al afirmar que la crítica identifica aquello que es arte y desenmascara lo que es sólo kitsch, el gato por liebre. La crítica es necesaria, dice Kundera, porque si todo en la vida fuera una obra de arte, y no necesitara del crítico para emitir un juicio al respecto, entonces para qué querríamos ya las obras de arte.
Deiz: la crítica, creo, tiene una dignidad propia y no debe conformarse con sólo ser una actividad subvencionada y accesoria del arte que critica. No tiene que repetirse dogmáticamente que la crítica es pasiva, en tanto que el arte es activo. En tiempos de crisis, acaso pueda incluso resultar al contrario. Pero para ello la crítica debe estar a la altura.La crítica tiene un valor independiente dentro de sí misma, ya que, como dice Phillip Lopate, en la introducción del libro The Critic, “La crítica… es una parte de las letras, tanto como la poesía y la crónica”.En todo caso, se me ocurre pensar, el crítico no es el perrillo faldero de lo que critica. Más bien, como también observa José Ignacio Silva, “es el lazarillo entre todo el fárrago de libros, películas, programas de televisión, exposiciones, conciertos, discos, y demás subproductos de la industria cultural”.Un lazarillo, entonces, “que llevará finalmente al lector hacia un lugar u otro, hacia una manifestación cultural específica y no a otra”.
Once: creo que el crítico nunca debe olvidarse de que juzga el trabajo de otros y que ello involucra la sensibilidad, la estima, la entrega y la personalidad del artista criticado.El artista en su obra, en su interpretación, cuando es genuina, muestra su fragilidad como ser humano y ello en sí mismo no es razón para ser tratado sin tacto, sin respeto e irresponsablemente por nadie y menos aún por un crítico que más que acribillarlo aspira a comprender lo que hace, cómo y acaso por qué, para después explicarlo al público.
No hablo de ser complacientes como críticos, sino de que es necesario comprender que la crítica no es un santuario pero tampoco una hoguera.
Quizá, como afirma el escritor argentino Ricardo Piglia, “La crítica es la forma moderna de la autobiografía”. Lo comparto, porque es claro que en aquello que se juzga el crítico sólo encuentra lo que es él mismo y lo que sabe y tiene.
Doce: la periodista Mónica Maristain, en lo que fue la última entrevista hecha al escritor Roberto Bolaño, fallecido en 2003, le preguntó si había derramado alguna lágrima por las múltiples críticas recibidas de sus enemigos.
Bolaño, genial e irónico siempre, respondió: “Muchísimas, cada vez que leo que alguien habla mal de mí me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los peces que se comieron a Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?”
¿Hay alguna forma de tener más presente la crítica?
En todo caso, no hay que menospreciar las palabras del también escritor Javier Cercas: “Si la crítica literaria se va al garete, la literatura la seguirá después”. Cercas habla de la literatura, pero yo creo que es aplicable a todo arte. Lo que no me queda del todo claro es si sólo se llega al garete o también, incluso, al retrete. Hay cosas en el mundo que me hacen pensar que tal vez sí. ®
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Crítica de arte en el escenario de un mundo en expansión. 

Hacia un saber diferente



Todo el arte actual es arte del pasado. Todo el arte actual no es sino el arte de un tiempo ambivalente, que simula ser fiel al concepto de arte en su desarrollo histórico cuando lo único que hace es entorpecer su marcha con el claro propósito de realizar una jugada imposible: la que significaría trocar lo falso de su momento actual por un paso de verdad en el desenvolvimiento efectivo de su destino.
Renuente a seguir su propia historia –la que le llevaría a eliminar todo ámbito de excepcionalidad en cuanto a dispositivo de producción de imágenes habida cuenta de la reproducción telemática de estas–, el arte prefiere camuflarse bajo el disfraz que el permite dar la callada por respuesta. Enrocado en las posiciones que hacen de él un sistema institucional fuerte, el arte se empeña en ser infiel a sí mismo y contentarse con lo melifluo y paniaguado de unas estrategias que simulan ser contemporáneas cuando, a las claras, no son sino momentos de falsedad en el desarrollo del arte. Si hay algo claro es que vivimos un tiempo de prestado donde la sensación de insuficiencia es más que patente.Sin saber muy bien a qué carta quedarse, el arte merodea diferentes posiciones con la esperanza vana de que en algún momento la situación pueda reconducirse. Y es que, mientras a uno no le toquen en lo suyo, tampoco hay razón para salirse de madre: del arte decorativo-insustancial hasta el arte panfletario, hay para dar y tomar siendo lo importante el que cada uno tenga –siga teniendo, sigamos teniendo– su minuto de gloria.

En este contexto de tropelía camuflada, si hay alguna instancia cuyo fin sea más que inminente ese es el de la crítica de arte. La razón es que ésta se ha convertido en mero dispositivo de legitimización de un arte que, en su falsedad, simplemente no la necesita. El arte ejerce con ella una condescendencia con el fin último de valerse de sus servicios para que la falsedad en que incurre no sea demasiado obvia: aun a sabiendas que no la necesita para subirse al pedestal de las economías de difusión de imaginario colectivo, simula su pertinencia, simula que aun tiene algo importante que decir para así lograr no tener que dar demasiadas explicaciones.
Ayudar a legitimar el fraude: esa sería la utilidad real y efectiva de la crítica de arte en este tiempo impostado que vive el arte. Y, como decimos, lo más grave es que no la necesita, que en cuanto se harte un poco más de alguna de sus malas contestaciones –cada vez menos, todo hay que decir–, al arte, a ese gran consorcio socio-económico institucional llamado arte, no le temblará el pulso para cortar de raíz toda esa intromisión que, de modo paternalista, aun permite.
Pero siempre queda, en esto como en todo, el gesto imposible: ya que no va a cambiar el arte, ya que no se puede esperar de él un gesto de lealtad para consigo mismo, siempre cabe que la crítica de arte invierta sus posiciones y, como si de un giro copernicano se tratase, fue ella la que operase las condiciones para que al arte no le quedase otra que hacerse contemporáneo de su propio destino y dejar de habitar en ese tiempo desolador en el que vegeta.

Así las cosas, la crítica de arte ha de tomarse en serio su destino y desistir en esperar a que el arte despierte de su latente senectud: la crítica de arte ha de ayudar a dinamitar al sistema desde dentro, ayudar a detonar la bomba mediática que toda obra está llamada a ser pero que los mismos operadores mediáticos ningunean y silencian. La crítica de arte debe decirle a la obra de arte, de un arte que no tiene más narices que tragar mediáticamente con lo establecido, que ha nacido para otra cosa, que puede atreverse con más, que, de hecho, su destino está en romper la falsedad desde la que ha sido propuesta.
inamitar, obviamente, invirtiendo el sentido dado: ayudar a que la obra de arte des-realice todos los lugares comunes a los que el propio sistema-arte le empuja. Ayudar a desdecirse y, contra todo pronóstico, lanzar la perogrullada que nadie quiere oír: ¿y si no estuviésemos más que repitiendo un monólogo bien aprendido para así no dar la palabra a quien la merece?, ¿y si el arte en lugar de dispositivo crítico no fuese sino el emplazamiento preferido desde donde pavonearse del nuestro cinismo epocal?
Esta crítica, invirtiendo su situación gregaria, sería definitoria para el arte ya que ayudaría a expresar lo que la obra de arte puede decir pero que ha de callar para ser tomada como obra de arte: esta crítica supone un ceder la palabra, dar la palabra a las obras de arte para que estas expresen todo lo que, por su propio darse como arte dentro de la institución-arte, han de callar.
Pleasure, Little treasure
Peio Aguirre
Texto en Salónkritik

El crítico es, antes que nada, alguien (movido) movilizado por la curiosidad. Foucault dijo una vez que la curiosidad es el motor del conocimiento. La curiosidad evoca inquietud, atención y cuidado para lo que existe y puede existir, una inclinación para abrazar lo extraño y singular de lo que nos rodea, una cierta disponibilidad para romper nuestras familiaridades y un fervor para comprender lo que está sucediendo. La curiosidad invierte las jerarquías tradicionales de lo importante y lo esencial. Reanima el deseo por saber y la fruición del encuentro con lo desconocido. De ahí que el aficionado, el amateur, sea una figura tan evocadora para la crítica. Si las cosas sobre las que uno puede ocuparse son infinitas y si las personas que desean emplearse en la crítica existen, ¿por qué no ocuparse de todo eso sin que aflore la menor sensación de culpa? Ser curioso, ser atraído; un buen precio que pagar.
Si la crítica no supone una autorrealización para quien la ejerce , con sus dosis de recreo, deleite y satisfacción, entonces se convierte en un trabajo fútil abocado al abandono o a la frustración. El carácter represivo de la crítica negativa tiene aquí un espejo donde mirarse, especialmente cuando desarrolla la actitud de ser duro con los débiles y complaciente con el poder. Una vía de alejamiento del poder es el placer. Crítica y placer siempre han estado asociadas. Foucault imaginó una alternativa al modo coercitivo de la crítica:
No puedo dejar de pensar en una crítica que no buscara juzgar, sino hacer existir una obra, un libro, una frase, una idea. Una crítica así, encendería fuegos. Contemplaría crecer la hierba, escucharía el viento y tomaría la espuma al vuelo para esparcirla. Multiplicaría, no los juicios, sino los signos de existencia; los llamaría, los sacaría de su sueño. ¿Los inventaría en ocasiones? Tanto mejor, mucho mejor. La crítica por sentencias me adormece. Me gustaría una crítica por centelleos imaginativos, no sería soberana ni vestida de rojo. Llevaría el relámpago de las tormentas visibles. 1

La pasión por la palabra escrita y el juicio apasionado y vibrante de una crítica highly opinionated están relacionadas  en las diatribas de Kraus; Lester Bangs en la crítica musical; Pauline Kael en cine e incluso Clement Greemberg en la crítica de arte. Pasión y placer no son la misma cosa. La primera parece medirse mediante una simple cuestión de temperatura: frío o calor. La escritura es un termómetro de los afectos. La pasión en la crítica es digna de atención cuando el juicio apasionado ha sucumbido ante los más analíticos instrumentos de la investigación y el estudio. Lo opuesto se da cuando el modo represivo en la articulación del juicio no deja resquicio alguno a la pasión y el juego en el escritor, y entonces tampoco en el lector. Nadie quiere leer una crítica rutinaria y sosa como de nada sirve un derroche de ingenio vacío. Como ha dicho Simon Reynolds a propósito de la crítica musical, “la escritura en sí misma no tiene por qué ser salvaje y delirante ni echar espuma por la boca como un perro rabioso; puede ser precisa, controlada, incluso severa. Pero su efecto debe ser como la Verdad dándote un puñetazo en la boca”. 2 Muy a menudo la pasión de los fríos sistemáticos supera con creces a la de aquellos que enarbolan banderas como si fueran fuegos de artificio destinados a apagarse sin brillar.
En cuanto al placer, éste toma el aspecto de una especialidad francesa. Jouissance lo llamó Barthes, también traducida como “goce”. Escribió: “Placer / goce: en realidad, tropiezo, me confundo; terminológicamente esto vacila todavía. De todas maneras habrá siempre un margen de indecisión, la distinción no podrá ser fuente de seguras clasificaciones, el paradigma se deslizará, el sentido será precario, revocable, reversible, el discurso será incompleto”. 3 Que el placer fuera la punta de lanza de todo un proyecto político emancipador durante los sesenta y setenta es algo que ha quedado registrado en la memoria histórica y también política. Me refiero al placer como portadora de la mirada masculina en el estudio de Laura Mulvey sobre el placer visual en el cine pasando por la promesa hedonista barthesiana o las mutantes máquinas deseantes de Deleuze y Guattari. En periodos gloriosos para la crítica, el psicoanálisis moldeaba la relación del placer con el impulso de un cuerpo libidinal. Como dice Barthes: “el placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas –pues mi cuerpo no tiene las mismas idea que yo”. 4 Es en el placer del texto, en la recepción y la lectura que la jouissance puede alcanzar a escapar de todas las ideologías que un grado cero de los signos pareció una vez prometer. Atopía más que utopía; el no-lugar de la jouissance:
¿Cómo leer la crítica? Una sola posibilidad puesto que en este caso soy un lector en un segundo grado es necesario desplazar mi posición: en lugar de aceptar ser el confidente de ese placer crítico –medio seguro para no lograrlo– puedo, por el contrario, volverme “voyeur”: observo clandestinamente el placer del otro, entro en la perversión; ante mis ojos el comentario se vuelve entonces un texto, una ficción, una envoltura fisurada. Perversidad del escritor (su placer de escribir no tiene función); doble y triple perversidad del crítico y de su lector; y así al infinito. 5
Recuperar el placer en la crítica sin que ello suponga retroceder a modelos donde sobresalen las vacuas florituras y el culto al yo autor. La gratificación, por su parte, dura más cuanto mayor es la dilación. Cuando la crítica opera con la intención de producir una gratificación instantánea, lo que obtenemos es una crítica evanescente, sin ninguna clase de duración, que envejece tan pronto como un nuevo input se produce en el interior de la interfaz virtual.
* Fragmento del libro La línea de producción de la críticaConsonni, Bilbao, 2014.
Notas
1 Michel Foucault, “El filósofo enmascarado”, op. cit., p. 220.
2 Simon Reynolds, Después del rock; psicodelia, postpunk, electrónica y otras revoluciones inconclusas, Caja negra, Buenos Aires, 2010, p. 10.
3 Roland Barthes, El placer del texto, siglo XXI de España, Madrid, 1982.
4 Ibid.
5 Ibid.



¿PARA QUÉ SIRVE LA CRÍTICA?
FRAGMENTOS DEL SALóN DE 1846, Charles Baudelaire
I

¿Para qué? Vasto y terrible punto de interrogación que sobrecoge a la crítica, al primer paso que intenta hacer en su primer capítulo. Ante todo, el artista reprocha a la crítica el que no pue-da enseñar nada al burgués, quien no quiere pintar ni rimar, ni tampoco el arte, puesto que es de sus entrañas de donde sale la crítica.




No obstante, ¡qué de artistas de estos tiempos deben únicamente a la crítica su pobre fama! Quizá sea éste el verdadero reproche a hacerla.
Habéis visto un Gavarni que representa a un pintor curvado sobre su tela; detrás, un señor grave, seco, rígido y de corbata blanca, tiene en la mano su último folletón. “Si bien el arte es noble, la crítica es santa.” “¿Quién dice esto?” “¡La crítica!” Si el artista representa tan fácilmente su buen papel, es porque el crítico es, sin duda, un crítico como hay tantos.
Respecto a los medios y procedimientos sacados de las obras mismas 1, el público y el artista no tienen nada que aprender. Esas cosas pertenecen al taller, y el público sólo se preocupa del resultado.
Creo sinceramente que la mejor crítica es la divertida y poética; no esa otra, fría y algébrica que, bajo pretexto de explicarlo todo, carece de odio y de amor, se despoja voluntariamente de todo temperamento: siendo un hermoso cuadro la naturaleza reflejada por un artista, debe ser ese cuadro reflejado por un espíritu inteligente y sensible. Así, el mejor modo de dar cuenta de un cuadro podría ser un soneto o una elegía.
Pero este género de crítica está destinado a la poesía y a los lectores de obras poéticas. En cuanto a la crítica propiamente dicha, espero que los filósofos comprenderán lo que voy a decir: para ser justos, es decir, para tener su razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política; es decir, debe ser un punto de vista exclusivo, pero un punto de vista que abra el máximo de horizontes.
Exaltar la línea en detrimento del color, o el color a expensas de la línea, sin duda es un punto de vista, pero no es ni muy amplio ni muy justo, y acusa gran ignorancia de los destinos particulares. 
Ignoráis en qué dosis ha mezclado la naturaleza en cada espíritu el gusto por la línea o el gusto por el color, y mediante qué misteriosos procedimientos opera esta fusión cuyo resultado es el cuadro.
Así, un punto de vista amplio será el individualismo bien entendido: recomendar al artista la originalidad y la expresión sincera de su temperamento, ayudado por todos los medios que le suministre su oficio 2. Quien no tenga temperamento no es digno de hacer cuadros y, como estamos cansados de imitadores, y sobre todo de eclécticos, debe entrar como obrero al servicio de un pintor de temperamento. Una vez con un criterio cierto, criterio sacado de la naturaleza, el crítico debe cumplir, su tarea con pasión, pues, por ser crítico no se es menos hombre, y la pasión aproxima a temperamentos análogos y levanta la razón a nuevas alturas.
Dice Stendhal en alguna parte: “La pintura no es más que moral construida.” Si entendéis este vocablo, moral, en un sentido más o menos liberal, puede decirse otro tanto de todas las artes. Como se trata siempre de lo bello expresado mediante el sentimiento, mediante la pasión y el ensueño de cada uno -es decir, la variedad en la unidad, o los diversos aspectos de lo absoluto--, la crítica se vincula en cada instante a la metafísica.
Habiendo poseído cada pueblo y cada siglo la expresión de su belleza y de su moral -si se quiere entender por Romanticismo la expresión más reciente y moderna de la belleza-, el gran artista será, por consiguiente -para el crítico razonable y apasionado--, quien una, a la condición antes recomendada, la novedad de visión --el mayor romanticismo posible.
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1 Sé muy bien que la crítica actual tiene otras pretensiones; así recomendará siempre el dibujo a los coloristas, el color a los dibujantes. ¡Gusto muy razonable y sublime!

2 Acerca del Individualismo bien entendido, puede verse en el Salón de 1845 el artículo acerca de William Hausaoullier. Pese a todos los reproches que se me han hecho sobre el particular, persisto en mi sentimiento, pero debe comprenderse el artículo.
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CRÍTICOS Y FANTASMAS 
El estado de la crítica actual. James Elkins

James Elkins, profesor del departamento de Historia del Arte, Teoría y Crítica en el prestigioso Art Institute of Chicago, es uno de los historiadores que mejor ha analizado el fenómeno de la crítica de arte contemporánea. Autor de What Happened to Art Criticism? (2003) sus escritos estudian desde los orígenes hasta los posibles lectores de la crítica. Le pedimos opinión y éste es su resumen, preciso y certero, del estado de la crítica hoy.


La crítica de arte vive una crisis a escala mundial. Su voz se ha debilitado pero su desintegración no es el último y tenue coletazo de rigor de una práctica que ha llegado a su fin, porque a su vez, la crítica de arte también goza de mejor salud que nunca. Su negocio está en auge: atrae a un número enorme de escritores y a menudo se enmarca en publicaciones que presumen de una impresión en color de alta calidad y de una distribución internacional masiva. En ese sentido, la crítica de arte está floreciendo, pero de manera invisible, fuera del campo visual de los debates intelectuales contemporáneos. Así que está moribunda, pero está en todas partes. Es ignorada, y sin embargo tiene al mercado detrás. 
No hay forma de contabilizar la inmensa cantidad de textos sobre arte contemporáneo. Las galerías de arte casi siempre intentan crear al menos una tarjeta para cada exposición, y si pueden imprimir un díptico (normalmente creado con una cartulina gruesa doblada por la mitad), por lo general incluirá un breve ensayo sobre el artista. Nadie sabe cuántas revistas de arte existen, porque en su mayoría son tildadas de efímeras por las bibliotecas y las bases de datos artísticas y, por tanto, ni se coleccionan ni se catalogan. A ojo, yo diría que existen unas 200 revistas de arte con distribución nacional e internacional en Europa y Estados Unidos, y del orden de 500 a 1.000 publicaciones pequeñas, folletos y publicaciones. 

En cierto sentido, pues, la crítica de arte goza de muy buena salud. Tanta que está tomando la delantera a sus lectores: hay más crítica de la que nadie pueda leer. Incluso en ciudades de mediana envergadura, los historiadores del arte no pueden leer todo lo que aparece en los periódicos o lo que imprimen museos o galerías. Pero, al mismo tiempo, la crítica de arte está prácticamente muerta. Se produce en masa, y se ignora en masa. 

Los estudiosos de mi propio campo, la historia del arte, tienden a fijarse sólo en la crítica con una gran información histórica y sacada de entornos académicos, principalmente escritos sobre arte contemporáneo que se publican en revistas de historia del arte y editoriales universitarias. Los historiadores del arte especializados en arte moderno y contemporáneo también leen Artforum, ArtNews, Art in America, y otras publicaciones -el número y nombre varían-, pero no suelen citar ensayos de esas fuentes. Entre las revistas periféricas está Art Criticism, de Donald Kuspit, que tiene una tirada pequeña, aunque en principio debería resultar de interés para cualquier crítico de arte. Las demás no son muy leídas en los círculos académicos. Lo mismo puede decirse del conocimiento que tienen los historiadores del arte de la crítica de arte que publican los periódicos: está ahí como guía, pero nunca como una fuente a citar. Así que, resumiendo, ésta es la situación de la crítica de arte: se practica más que nunca, y es ignorada casi por completo. Su público lector se desconoce, no se ha calculado y es inquietantemente efímero. Si cojo un folleto en una galería, puedo ojear el ensayo el tiempo suficiente para ver alguna palabra clave -quizá se describe la obra como “importante”, “seria” o “lacaniana”- y mi interés tal vez se acabe ahí. Si dispongo de algunos minutos antes de que llegue el tren, a lo mejor me detengo junto al quiosco y hojeo una revista de arte. Pero es improbable (a menos que esté investigando para un libro como éste) que analice alguno de esos textos con atención o interés: no señalo los pasajes con los que coincido o discrepo, y no los guardo para futuras referencias. No tienen chicha suficiente para preparar un plato: algunos son pomposos, otros convencionales o están atrofiados con alabanzas polisílabas, resultan confusos o sencillamente muy trillados. La crítica de arte es diáfana: es como un velo arrastrado por la brisa de las conversaciones culturales que nunca se asienta en ningún lugar.

La combinación de salud vigorosa y enfermedad terminal, de omnipresencia e invisibilidad, está volviéndose cada vez más estridente con cada generación. El número de galerías existentes a finales del siglo XX era muy superior al de principios de siglo, y lo mismo puede decirse de la producción de revistas de arte y catálogos de exposiciones. La crítica de arte en la prensa es más difícil de calibrar, aunque parece probable que en realidad haya menos, en relación con la población, que hace 100 años. Según Neil McWilliam, en 1824 París contaba con 20 diarios que incluían columnas de críticos de arte, y otras 20 revistas y panfletos que también cubrían las exposiciones. Ninguno de esos escritores fue contratado como crítico de arte, pero algunos lo eran prácticamente a tiempo completo, igual que ahora. Hoy en día, incluso contando Internet, no hay ni mucho menos el mismo número de críticos en activo. Así que es posible que la crítica artística en la prensa haya entrado en un profundo declive, y eso coincidiría con la ausencia de crítica de arte en la programación cultural contemporánea de la televisión y la radio. Algunos de los primeros críticos de arte del siglo XIX eran tomados en serio por filósofos y escritores contemporáneos, y otros -los fundadores de la crítica de arte occidental- eran poetas y filósofos importantes. El filósofo del siglo XVIII Denis Diderot representa, en la práctica, los cimientos de la crítica de arte, y también fue un erudito y uno de los pensadores más importantes del siglo. En comparación, Clement Greenberg, del que podría decirse que es el crítico de arte más destacado del modernismo, echó a perder su filosofía porque no le interesó comprender a Kant más de lo que requería para exponer sus puntos de vista. Es razonable afirmar que Charles Baudelaire posibilitó la crítica de arte francesa de mediados del siglo XIX de un modo en que no lo hizo ningún otro escritor, y por supuesto, fue también un poeta indispensable durante gran parte de ese siglo y el siglo XX. Greenberg escribía extremadamente bien, con una claridad feroz, pero no era ningún Baudelaire, por usar el cliché. 

Estas comparaciones quizá no sean tan injustas como pueden parecer porque son sintomáticas de la lenta desaparición de la crítica de arte en el mundo cultural. Al fin y al cabo, ¿quiénes son los críticos de arte contemporáneos importantes? No es difícil nombrar críticos que ocupan puestos destacados: Roberta Smith y Michael Kimmelman en The New York Times, o Peter Schjeldahl en The New Yorker. Pero entre los que no tienen la suerte de trabajar para publicaciones con tiradas de más de un millón de ejemplares, ¿quién cuenta como una voz realmente importante en la crítica actual? Mi lista de los escritores más interesantes incluye a Joseph Masheck, Thomas McEvilley, Richard Shiff, Kermit Champa, Rosalind Krauss y Douglas Crimp, pero dudo que sean un canon para nadie más, y la nube de nombres que hay detrás amenaza con convertirse en infinita. La Asociación Internacional de Críticos de Arte (denominada AICA por la versión francesa de su nombre) cuenta con más de 4.000 miembros y ramas, o al menos eso asegura, en 70 países. 

Puede que los críticos de arte de principios del siglo XX pasaran por la universidad o puede que no: en cierta manera no importa, porque casi ninguno se forma como crítico de arte. Los departamentos de historia del arte casi nunca ofrecen cursos de crítica artística, excepto como asignatura histórica en cursos como “La historia de la crítica de arte desde Baudelaire hasta el simbolismo”. La crítica de arte no se considera competencia de la historia del arte: no es una disciplina histórica, sino algo afín a la escritura creativa. Los críticos de arte contemporáneo provienen de muchos contextos diferentes, pero comparten una carencia crucial: no se han formado como críticos de arte del modo en que la gente se forma como historiadores del arte, filósofos, comisarios, historiadores del cine o teóricos literarios. 

Éste es el panorama de la crítica de arte tal y como yo lo esbozaría: es producida por miles de personas en todo el mundo, pero no posee un terreno común. Pero los críticos de arte rara vez se ganan la vida escribiendo reseñas. Más de la mitad de los empleados por periódicos estadounidenses importantes perciben menos de 17.500 euros anuales, pero los críticos autónomos de éxito pueden escribir 20 o 30 ensayos al año, con unos honorarios base de 700 euros por ensayo, 0,70 o 1,40 euros por palabra, o entre 25 y 35 euros por una reseña breve en un periódico. (Mi experiencia probablemente sea lo normal. He cobrado entre 350 y 2.800 euros por ensayos de una a 20 páginas de extensión). A los críticos en activo también se les pide que den conferencias en escuelas de arte y que visiten exposiciones, con todos los gastos pagados y unos honorarios que oscilan entre los 700 y los 2.800 euros. Los artículos de las revistas de arte satinadas se pagan entre 210 y 2.100 euros, y esos ensayos pueden utilizarse para ampliar los ingresos del crítico y para generar otras invitaciones. En comparación, un historiador del arte o un filósofo académicos pueden gozar de una carrera dilatada y productiva sin cobrar de ninguna publicación. La crítica, por tanto, es omnipresente, y a veces muy rentable: pero paga su aparente popularidad teniendo a fantasmas por lectores. Los críticos casi nunca saben quién lee su trabajo, aparte de los galeristas que lo encargan y los artistas sobre los que escriben: y a menudo ese público lector es fantasmal precisamente porque no existe. Una profesión fantasmagórica dirigida a fantasmas, pero a lo grande.

Adjunto un texto que debería ser revisado: Un seminario sobre la imagen


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CUANDO SOY MALA SOY MEJOR 
(Teoría Crítica). Miguel Cereceda




La crítica comparte sin distinción su nombre con dos actividades bastante diferentes. Por un lado criticar es también un ejercicio puramente negativo semejante a denigrar. El carácter negativo es aquí lo que la crítica comparte con el cotilleo sentimental, los comentarios envidiosos o el resentimiento. Buena parte de la crítica desciende hasta este nivel de la cháchara, pues su alimento son propiamente los dimes y los diretes. Curiosamente su prestigio depende sin embargo también de esta actividad. Lo que tiene la crítica de comentario baladí es también lo que ella tiene de publicidad. El viejo principio según el cual es preferible que hablen de uno, aunque sea mal, es lo que garantiza la supervivencia de la crítica. Aunque no sea más que mera cháchara, genera una tensión significante sobre una mercancía. Genera entonces un deseo o, lo que a veces es más interesante, su forclusión. Pero la cháchara que además se somete voluntaria a la difusión mercantil de obras de arte se convierte en trompetera de un sistema al que gustosamente debe su supervivencia. La crítica entonces deviene comentario, loa o alabanza, lisonja o elogio y obtiene su rentabilidad de su propia logorrea.

Ataque, censura y murmuración son los otros sentidos que María Moliner recoge bajo el vocablo crítica. Todas son actividades que la crítica profesional (la crítica artística o literaria) en general comparte. Por eso nos resistimos a contemplar como verdaderas críticas las glosas o comentarios que se publican en la prensa (habitualmente meras reseñas de un determinado evento social) o las que se editan en los catálogos. Al carecer del elemento de la murmuración, del ataque o de la censura, la reseña periodística carece de interés pues pierde su mordiente. Paradójicamente, las buenas críticas son las malas críticas.

 A sueldo.
Siendo la crítica como es una obra de arte, sin embargo para ella no rigen tanto los valores estéticos cuanto los valores morales. Es cierto que también la obra de arte es sometida a nuestra moralidad y a nuestros juicios políticos, pero a pesar de ello algunas obras de arte se redimen por su belleza. La Olimpia de Manet atestigua una triple sumisión (la de la mujer, la de la esclava y la de la prostituta), pero con su descaro pervierte todas las valoraciones. ¿Se trata de una denuncia, de una ironía o de una apología de la prostitución? Toda gran obra de arte trastoca los prejuicios habituales. Lo mismo nos sucede con las latas de sopa Campbell de Andy Warhol. ¿No son una celebración impúdica del valor mercantil de la obra de arte?

“Los cuadros recibieron fuertes ataques en la prensa cuando se expusieron en California”, recordaba Ivan Karp. “Hicieron bromas muy desagradables.” Pero John Coplans que dirigía una revista nueva e inteligente sobre el arte de la Costa Oeste, llamada Artforum, asistió a la exposición y le impresionó, y al correr la voz la gente adoptó posiciones enconadas, a favor o en contra.

“Yo admiraba mucho a Andy, porque todo el mundo se reía de sus latas de sopa Campbell, y yo creía que eran lo que se merecían los Estados Unidos”, dijo la estrella del cine underground Taylor Mead. “Lo consideraba el Voltaire de los Estados Unidos. Me parecía que era un verdadero golpe de Estado”[1].

De algún modo la obra de arte se redime en la polisemia de sus significantes. “Polisemia de los significantes”, no de otro modo caracteriza Diderot la belleza en el artículo “Bello” de La Enciclopedia, cuando la define como “un plus grand nombre de rapports”. Dicho en otras palabras: bella es una cosa que nos da que pensar. La tarea de la crítica consiste en decir y escribir ese pensar.

Para la crítica sin embargo el eximente de la belleza parece que no funciona. Sus perversiones son lo primero que la delatan y por lo primero que ella es vituperada. Amiguismo o animadversión, partidismo o servidumbre voluntaria son los dicterios que contra ella más resuenan. Ahora se habla mucho de la crítica mercenaria, como si el gran problema de la crítica fuese precisamente el de estar a sueldo. A sueldo o al servicio de su amo está también el arte y eso no lo impugna ni lo invalida. ¿Por qué esto habría de ser un desdoro para la crítica? Sin duda porque con ello pone en cuestión el mito fundacional de su independencia. Hay crítica, se supone, porque hay independencia de criterio. Si la crítica mostrase sus dependencias o sus servidumbres dejaría de ser crítica.

Es difícil establecer una distancia efectiva entre la crítica y el sistema mercantil que la sustenta. Sólo bajo la forma de un cinismo pervertido, mordiendo la mano que le da de comer, intenta la crítica rebelarse vanamente contra el sistema de distribución desigual de la riqueza que la hace posible. La ironía se vuelve más amarga cuando la crítica constata además que “rebelarse vende”. El destino de la crítica se encuentra así ligado, como por un pacto de sangre, al destino de la institución arte de la que pretende distanciarse. Si mercantilización y espectacularización son los males que afectan a ésta, y si la crítica misma no encuentra redención fuera de ellas, su destino es el mismo que condena.

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[1] Victor Bockris, Andy Warhol. La biografía, trad. de Alejandro Pareja, Arias Montano, Madrid, 1991, p. 156.
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EL ARTISTA Y LA ÉPOCA.

 José Carlos Mariátegui

 Publicado en Mundial: Lima, 14 de Octubre de 1925


El artista contemporáneo se queja, frecuentemente, de que esta sociedad o esta civilización, no le hace justicia. Su queja no es arbitraria. La conquista del bienestar y de la fama resulta en verdad muy dura en estos tiempos. La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores. La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario. Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados. El éxito de un pintor depende, más o menos, de las mismas condiciones que el éxito de un negocio. Su pintura necesita uno o varios empresarios que la administren diestra y sagazmente. El renombre se fabrica a base de publicidad.
Tiene un precio inasequible para el peculio del artista pobre. A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer fortuna. Modestamente se contenta de que se le permita hacer su obra. No ambiciona sino realizar su personalidad. Pero también esta lícita ambición se siente contrariada. El artista debe sacrificar su personalidad, su temperamento, su estilo, si no quiere, heroicamente, morirse de hambre.

ARTE, REVOLUCION Y DECADENCIA*
Conviene apresurar la liquidación de un equívoco que desorienta a algunos artistas jóvenes. Hace falta establecer, rectificando ciertas definiciones presurosas, que no todo el arte nuevo es revolucionario, ni es tampoco verdaderamente nuevo. En el mundo contemporáneo coexisten dos almas, las de la revolución y la decadencia. Sólo la presencia de la primera confiere a un poema o un cuadro valor de arte nuevo.

No podemos aceptar como nuevo un arte que no nos trae sino una nueva técnica. Eso sería recrearse en el más falaz de los espejismos actuales. Ninguna estética puede rebajar el trabajo artístico a una cuestión de técnica. La técnica nueva debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es el paramento, el decorado. Y una revolución artística no se contenta de conquistas formales.

La distinción entre las dos categorías coetáneas de artistas no es fácil. La decadencia y la revolución, así como coexisten en el mismo mundo, coexisten también en los mismos individuos. La conciencia del artista es el circo agonal de una lucha entre los dos espíritus. La comprensión de esta lucha, a veces, casi siempre, escapa al propio artista. Pero finalmente uno de los, dos es-píritus prevalece. El otro queda estrangulado en la arena.

La decadencia de la civilización capitalista se refleja en la atomización, en la disolución de su arte. El arte, en esta crisis, ha perdido ante todo su unidad esencial. Cada uno de sus principios, cada uno de sus elementos ha reivindicado su autonomía. Secesión es su término más característico. Las escuelas se multiplican hasta lo infinito porque no operan sino fuerzas centrífugas. 

El sentido revolucionario de las escuelas o tendencias contemporáneas no está en la creación de una técnica nueva. No está tampoco en la destrucción de la técnica vieja. Está en el repudio, en el desahucio, en la befa del absoluto burgués. El arte se nutre siempre, conscientemente o no, -esto es lo de menos del absoluto de su época. El artista contemporáneo, en la mayoría de los casos, lleva vacía el alma. La literatura de la decadencia es una literatura sin absoluto. Pero así, sólo se puede hacer unos cuantos pasos. El hombre no puede marchar sin una fe, porque no tener una fe es no tener una meta.

Marchar sin una fe es patiner sur place.**Patinar sobre el mismo sitio. (Trad. lit.) El artista que más exasperadamente escéptico y nihilista se confiesa es, generalmente, el que tiene más desesperada necesidad de un mito.

Los futuristas rusos se han adherido al comunismo: los futuristas italianos se han adherido al fascismo. ¿Se quiere mejor demostración histórica de que los artistas no pueden sustraerse a la gravitación política? Massimo Bontempelli dice que en 1920 se sintió casi comunista y en 1923, el año de la marcha a Roma, se sintió casi fascista. Ahora parece fascista del todo. Muchos se han burlado de Bontempelli por esta confesión. Yo lo defiendo: lo encuentro sincero. El alma vacía del pobre  Bontempelli tenía que adoptar y aceptar el Mito que colocó en su ara Mussolini. (Los vanguardistas italianos están convencidos de que el fascismo es la Revolución). 

Vicente Huidobro pretende que el arte es independiente de la política. Esta aserción es tan antigua y caduca en sus razones y motivos que yo no la concebiría en un poeta ultraísta, si creyese a los poetas ultraístas en grado de discurrir sobre política, economía y religión. Si política es para Huidobro, exclusivamente, la del Palais Bourbon,* claro está que podemos reconocerle a su arte toda la autonomía que quiera. Pero el caso es que la política, para los

que la sentimos elevada a la categoría de una religión, como dice Unamuno, es la trama misma de la Historia. En las épocas clásicas, o de plenitud de un orden, la política puede ser sólo administración y parlamento; en las épocas románticas o de crisis de un orden, la política ocupa el primer plano de la vida.
Así lo proclaman, con su conducta, Louis Aragón, André Bretón y sus compañeros de la Revolución suprarrealista -los mejores espíritus de la vanguardia francesa- marchando hacia el comunismo. Drieu La Rochelle**(Sobre la actitud social y la significación literaria de este escritor, consúltese el ensayo titulado Confesiones de Drieu La Rochelle, en El Alma Matinal y Otras Estaciones del Hombre de Hoy) que cuando escribió Mesure de la France***( Medida de Francia. Trad. lit.) y Plainte contre inconnu,****(Queja contra lo desconocido.Trad. lit.) estaba tan cerca de ese estado de ánimo, no ha podido seguirlos; pero, como tampoco ha podido escapar a la política, se ha declarado vagamente fascista y claramente reaccionario. Ortega y Gasset es responsable, en el mundo hispano, de una parte de este equívoco sobre el arte nuevo. Su mirada así como no distinguió escuelas ni tendencias, no distinguió, al menos en el arte moderno, los elementos de revolución de los elementos de decadencia. El autor de la Deshumanización del Arte no nos dio una definición del arte nuevo. Pero tomó como rasgos de una revolución los que corresponden típicamente a una decadencia. Esto lo condujo a pretender, entre otras cosas, que «la nueva inspiración es siempre, indefectiblemente, cósmica». Su cuadro sintomatológico, en general, es justo; pero su  diagnóstico es incompleto y equivocado.
No basta el procedimiento. No basta la técnica. Paul Morand, a pesar de sus imágenes y de su modernidad, es un producto de decadencia. Se respira en su literatura una atmósfera de disolución. Jean Cocteau, después de haber coqueteado un tiempo con el dadaísmo, nos sale ahora con su Rappel a l'ordre.*
Conviene esclarecer la cuestión, hasta desvanecer el último equívoco. La empresa es difícil. Cuesta trabajo entenderse sobre muchos puntos. Es frecuente la presencia de reflejos de la decadencia en el arte de vanguardia, hasta cuando, superando el subjetivismo, que a veces lo enferma, se propone metas realmente revolucionarias. Hidalgo, ubicando a Lenin, en un poema de varias dimensiones, dice que los "senos salomé" y la "peluca a la gargonne"**
son los primeros pasos hacia la socialización de la mujer. Y de esto no hay que sorprenderse. Existen poetas que creen que el jazz-band es un heraldo de la revolución.
Por fortuna quedan en el mundo artistas como Bernard Shaw, capaces de comprender que el «arte no ha sido nunca grande, cuando no ha facilitado una iconografía para una religión viva; y nunca ha sido completamente despreciable, sino cuando ha imitado la iconografía, después de que la religión se había vuelto una superstición». Este último camino parece ser el que varios artistas nuevos han tomado en la literatura francesa y en otras. El porvenir se reirá de la bienaventurada estupidez con que algunos críticos de su tiempo los llamaron "nuevos" y hasta "revolucionarios".
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VANGUARDIA Y KITSCH 
Clement Greemberg

(Extraído de “Arte y Cultura”: Ensayos Críticos. Ed. Paidós España, 2002)
I
Una sociedad que en el transcurso de su desarrollo es cada vez más incapaz de justificar la inevitabilidad de sus formas particulares rompe las ideas aceptadas de las que necesariamente dependen artistas y escritores para comunicarse con sus públicos. Y se hace difícil asumir algo. Se cuestionan todas las verdades de la religión, la autoridad, la tradición, el estilo, y el escritor o el artista ya no es capaz de calcular la respuesta de su público a los símbolos y referencias con que trabaja. En el pasado, una situación de este tipo solía resolverse en un alejandrinismo inmóvil, en un academicismo en el que nunca se abordaban las cuestiones realmente importantes porque implicaban controversia, y en el que la actividad creativa mermaba hasta reducirse a un virtuosismo en los pequeños detalles de la forma, decidiéndose todos los problemas importantes por el precedente de los Viejos Maestros. Los mismos temas se varían mecánicamente en cien obras distintas, sin por ello producir nada nuevo: Estacio, versos en mandarín, escultura romana, pintura Beaux-Arts, arquitectura neorrepublicana.
En medio de la decadencia de nuestra sociedad, algunos nos hemos negado a aceptar esta última fase de nuestra propia cultura y hemos sabido ver signos de esperanza. A esforzarse por superar el alejandrinismo, una parte de la sociedad burguesa occidental ha producido algo desconocido anteriormente: la cultura de vanguardia. Una superior conciencia de la historia –o más exactamente, la aparición de una nueva clase de crítica de la sociedad, de una crítica histórica—la ha hecho posible. Esta crítica no ha abordado a la sociedad presente con utopías atemporales, sino que ha examinado serenamente, y desde el punto de vista de la historia, de la causa y el efecto, los antecedentes, las justificaciones y las funciones de las formas que radican en el corazón de toda sociedad. Y así, el actual orden social burgués ya no se presenta como una condición “natural” y eterna de la vida, sino sencillamente como el último término de una sucesión de órdenes sociales. Artistas y poetas pronto asumieron, aunque inconscientemente en la mayoría de los casos, nuevas perspectivas de este tipo, que pasaron a formar parte de la conciencia intelectual de las décadas quinta y sexta del siglo XIX. No fue casual, por tanto, que el nacimiento de la vanguardia coincidiera cronológica y geográficamente con el primer y audaz desarrollo del pensamiento científico revolucionario en Europa.
Cierto que los primeros pobladores de la bohemia –entonces idéntica a la vanguardia—adoptaron pronto una actitud manifiestamente desinteresada hacia la política. Con todo, sin esa circulación de ideas revolucionarias en el aire que ellos también respiraban, nunca habrían podido aislar su concepto de “burgués” para proclamar que ellos no lo eran. Y sin el apoyo moral de las actitudes políticas revolucionarias tampoco habrían tenido el coraje de afirmarse tan agresivamente como lo hicieron contra los valores prevalecientes en la sociedad. Y realmente hacía falta coraje para ello, pues la emigración de la vanguardia desde la sociedad burguesa a la bohemia significaba también una emigración desde los mercados del capitalismo, de los que artistas y escritores habían sido arrojados por el hundimiento del mecenazgo aristocrático. (Ostensiblemente, al menos, esto implicaba pasar hambre en una buhardilla, aunque más tarde se demostraría que la vanguardia permanecía atada a la sociedad burguesa precisamente porque necesitaba su dinero.)
Pero es cierto que la vanguardia, en cuanto consiguió “distanciarse” de la sociedad, viró y procedió a repudiar la política, fuese revolucionaria o burguesa. La revolución quedó relegada al interior de la sociedad, a una parte de ese cenegal de luchas ideológicas que el arte y la poesía encuentran tan poco propicio en cuanto comienza a involucrar esas “preciosas” creencias axiomáticas sobre las cuales ha tenido que basarse la cultura hasta ahora. Y de ahí se dedujo que la verdadera y más importante función de la vanguardia no era “experimentar” sino encontrar un camino a lo largo del cual fuese posible mantener en movimiento la cultura en medio de la confusión ideológica y la violencia. Retirándose totalmente de lo público, el poeta o el artista de vanguardia buscaba mantener el alto nivel de su arte escuchándolo y elevándolo a la expresión de un absoluto en el que se resolverían, o se marginarían, todas las relatividades y contradicciones. Aparecen el “arte por el arte” y la “poesía pura”, y tema o contenido se convierten en algo de lo que huir como la peste.

Y ha sido precisamente en su búsqueda de lo absoluto cómo la vanguardia ha llegado al arte “abstracto” o “no-objetivo” y también a la poesía. En efecto, el poeta o el artista de vanguardia intenta imitar a Dios creando algo que sea válido exclusivamente por sí mismo, de la misma manera que la naturaleza misma es válida, o es estéticamente válido un paisaje, no su representación; algo dado, increado, independiente de significados, similares u originales. El contenido ha de disolverse tan enteramente en la forma que la obra de arte o de literatura no pueda ser reducible, en todo o en parte, a algo que no sea ella misma.
Pero lo absoluto es lo absoluto, y el poeta o el artista, por el mero hecho de serlo, estima algunos valores relativos más que otros. Los mismos valores en cuyo nombre invoca lo absoluto son valores relativos, valores estéticos. Y por eso resulta que acaba imitando, no a Dios –y aquí empleo “imitar” en su sentido aristotélico—sino a las disciplinas y los procesos del arte y la literatura. He aquí la génesis de lo “abstracto”. Al desviar la atención del tema nacido de la experiencia común, el poeta o el artista la fija en el medio de su propio oficio. Lo “abstracto” o no representacional, si ha de tener una validez estética, no puede ser arbitrario ni accidental, sino que debe brotar de la obediencia a alguna restricción valiosa o a algún original. Y una vez se ha renunciado al mundo de la experiencia común y extrovertida, sólo es posible encontrar esa restricción en las disciplinas o procesos mismos por los que el arte y la literatura han imitado ya lo anterior. Y ellos se convierten en el tema del arte y la literatura. Continuando con Aristóteles, si todo arte y toda literatura son imitación, lo único que tenemos a la postre es imitación del imitar. Según (el poeta William Butler) Yeats:Nor is there singing school but studyind
Monuments of its own magnificence

Picasso, Braque, Mondrian, Miró, Kandinsky, Brancusi y hasta Klee, Matisse y Cézanne tienen como fuente principal de inspiración el medio en que trabajan. El interés de su arte parece radicar ante todo en su preocupación pura por la invención y disposición de espacios, superficies, contornos, colores, etc., hasta llegar a la exclusión de todo lo que no esté necesariamente involucrado en esos factores. La atención de poetas como Rimbaud, Mallarmé, Valéry, Éluard, Hart Crane, Stevens, e incluso Rilke y Yeats, parece centrarse en el esfuerzo por crear poesía y en los “momentos” mismos de la conversión poética, y no en la experiencia a convertir en poesía. Por supuesto, esto no excluye otras preocupaciones en su obra, pues la poesía ha de manejar palabras, y las palabras tienen que comunicar algo. Algunos poetas, como Mallarmé y Valéry, son en este aspecto más radicales que otros, dejando a un lado a aquellos poetas que han intentado componer poesía exclusivamente como puros sonidos. No obstante, si fuese más fácil definir la poesía, la poesía moderna fuera mucho más “pura” y “abstracta”. La definición de estética de vanguardia formulada aquí no es un lecho de Procusto para los restantes campos de la literatura. Pero, aparte de que la mayoría de los mejores novelistas contemporáneos han ido a la escuela de la vanguardia, es significativo que el libro más ambicioso de (Andre) Gide sea una novela sobre la escritura de una novela, y que Ulises y Finnegans Wake de (James) Joyce aparezcan por encima de todo –como ha dicho un crítico francés—la reducción de la experiencia a la expresión por la expresión, una expresión que importa mucho más que lo expresado.
Que la cultura de vanguardia sea la imitación del imitar –el hecho mismo—no reclama nuestra aprobación ni nuestra desaprobación. Es cierto que esta cultura contiene en sí misma algo de ese mismo alejandrinismo que quiere superar. Los versos de Yeats que hemos citado se refieren a Bizancio, que está bastante próximo a Alejandría; y en cierto sentido esta imitación del imitar constituye una clase superior del alejandrinismo. Pero hay una diferencia muy importante: la vanguardia se mueve, mientras que el alejandrinismo permanece quieto. Y eso es precisamente lo que justifica los métodos de la vanguardia y los hace necesarios. La necesidad estriba en que hoy no existe otro medio posible para crear arte y literatura de orden superior. Combatir esta necesidad esgrimiendo calificativos como “formalismo”, “purismo”, “torre de marfil”, etc., es tan aburrido como deshonesto. Sin embargo, con esto no quiero decir que el hecho de que la vanguardia sea lo que es suponga una ventaja social. Todo lo contrario.
La especialización de la vanguardia en sí misma, el hecho de que sus mejores artistas sean artistas de artistas, sus mejores poetas, poetas de poetas, la ha malquistado con muchas personas que otrora eran capaces de gozar y apreciar un arte y una literatura ambiciosos, pero que ahora no pueden o no quieren iniciarse en sus secretos de oficio. Las masas siempre han permanecido más o menos indiferentes a los procesos de desarrollo de la cultura. Pero hoy tal cultura está siendo abandonada también por aquellos a quienes realmente pertenece: la clase dirigente. Y es que la vanguardia pertenece a esta clase. Ninguna cultura puede desarrollarse sin una base social, sin una fuente de ingresos estable. Y en el caso de la vanguardia, esos ingresos los proporcionaba una élite dentro de la clase dirigente de esa sociedad de la que se suponía apartada, pero a la que siempre permaneció unida por un cordón umbilical de oro. La paradoja es real. Y ahora esa élite se está retirando rápidamente. Y como la vanguardia constituye la única cultura viva de que disponemos hoy, la supervivencia de esa cultura en general está amenazada a corto plazo.
No debemos dejarnos engañar por fenómenos superficiales y éxitos locales. Los shows de Picasso todavía arrastran a las multitudes y T.S. Eliot se enseña en las universidades; los marchantes del arte modernista aún hacen buenos negocios, y los editores todavía publican alguna poesía “difícil”. Pero la vanguardia, que ventea ya el peligro, se muestra más tímida cada día que pasa. El academicismo y el comercialismo están apareciendo en los lugares más extraños. Esto sólo puede significar una cosa: la vanguardia empieza a sentirse insegura del público del que depende: los ricos y los cultos.
¿Está en la naturaleza misma de la cultura de vanguardia ser la única responsable del peligro que halla en sí? ¿O se trata solamente de una contingencia peligrosa? ¿Intervienen otros factores, quizá más importantes?

II
Donde hay vanguardia generalmente encontramos también una retaguardia. Al mismo tiempo que la entrada en escena de la vanguardia, se produce en el Occidente industrial un segundo fenómeno cultural nuevo: eso que los alemanes han bautizado con el maravilloso nombre de kitsch, un arte y una literatura populares con sus cromotipos, cubiertas de revista, ilustraciones, anuncios, publicaciones en papel satinado, cómics, música estilo Tin Pan Alley, zapateados, películas de Hollywood, etc. Por alguna razón, esta gigantesca aparición se ha dado siempre por supuesta. Ya es hora de que pensemos en sus causas y motivos.
El kitsch es un producto de la revolución industrial que urbanizó a las masas de Europa occidental y Norteamérica y estableció lo que se denomina alfabetismo universal.
Con anterioridad, el único mercado de la cultura formal –a distinguir de la cultura popular—había estado formado por aquellos que, además de saber leer y escribir, podían permitirse el ocio y el confort que siempre han ido de la mano con cualquier clase de adquisición de la cultura. Hasta entonces esto había ido indisolublemente unido al alfabetismo. Pero con la introducción del alfabetismo universal, la capacidad de leer y escribir se convirtió casi en una habilidad menor, como conducir un coche, y dejó de servir para distinguir las inclinaciones culturales de un individuo, pues ya no era el concomitante exclusivo de los gustos refinados.
Los campesinos que se establecieron en las ciudades como proletarios y los pequeños burgueses aprendieron a leer y escribir en pro de una mayor eficiencia, pero no accedieron al ocio y al confort necesarios para disfrutar de la tradicional cultura de la ciudad. Sin embargo, perdieron el gusto por la cultura popular, cuyo contexto era el campo, y al mismo tiempo descubrieron una nueva capacidad de aburrirse. Por ello, las nuevas masas urbanas presionaron sobre la sociedad para que se les proporcionara el tipo de cultura adecuado a su propio consumo. Y se ideó una nueva mercancía que cubriera la demanda del nuevo mercado: la cultura sucedánea, kitsch, destinada a aquellos que, insensibles a los valores de la cultura genuina, estaban hambrientos de distracciones que sólo algún tipo de cultura puede proporcionar.
El kitsch, que utiliza como materia prima simulacros academicistas y degradados de la verdadera cultura, acoge y cultiva esa insensibilidad. Ahí está la fuente de sus ganancias. El kitsch es mecánico y opera mediante fórmulas. El kitsch es experiencia vicaria y sensaciones falseadas. El kitsch cambia con los estilos pero permanece siempre igual. El kitsch es el epítome de todo lo que hay de espurio en la vida de nuestro tiempo. El kitsch no exige nada a sus consumidores, salvo dinero; ni siquiera les pide su tiempo.
La condición previa del kitsch, condición sin la cual sería imposible, es la accesibilidad a una tradición cultural plenamente madura, de cuyos descubrimientos, adquisiciones y autoconciencia perfeccionada se aprovecha el kitsch para sus propios fines. Toma sus artificios, sus trucos, sus estratagemas, sus reglillas y temas, los convierte en sistema y descarta el resto. Extrae su sangre vital, por decirlo así, de esta reserva de experiencia acumulada. Esto es lo que realmente se quiere decir cuando se afirma que el arte y la literatura populares de hoy fueron ayer arte y literatura audaces y esotéricos. Por supuesto, tal cosa es falsa. La verdad es que, transcurrido el tiempo necesario, lo nuevo es robado para nuevas “vueltas” y servido como kitsch, después de aguarlo. Obviamente, todo kitsch es academicista; y a la inversa, todo academicismo es kitsch. Pues lo que se llama academicista deja de tener, como tal, una existencia independiente para transformarse en pretenciosa “fachada” del kitsch. Los métodos del indutrialismo desplazan a las artesanías.
Como es posible producirlo mecánicamente, el kitsch ha pasado a formar parte integrante de nuestro sistema productivo de una manera velada para la auténtica cultura, salvo accidentalmente. Ha sido capitalizado con enormes inversiones que deben ofrecer los correspondientes beneficios; está condenado a conservar y ampliar sus mercados. Aunque en esencia él es su propio vendedor, se ha creado para él un gran aparato de ventas, que presiona sobre todos los miembros de la sociedad. Se montan sus trampas incluso en aquellos campos que constituyen la reserva de la verdadera cultura. En un país como el nuestro, no basta ya con sentirse inclinado hacia ésta última; hay que sentir una auténtica pasión por ella, pues sólo esa pasión nos dará la fuerza necesaria para resistir la presión del artículo falseado que nos rodea y atrae desde el momento que es lo bastante viejo para tener aspecto de interesante. El kitsch es engañoso. Presenta niveles muy diferentes, algunos lo suficientemente elevados para suponer un peligro ante el buscador ingenuo de la verdadera luz. Una revista como The New Yorker, que es fundamentalmente kitsch de clase alta para un tráfico de lujo, transforma y diluye para su propio uso gran cantidad de material de vanguardia. Tampoco hay que pensar que todo artículo kitsch carece individualmente de valor. De cuando en cuando produce algo meritorio, algo que tiene un auténtico regusto popular; y estos ejemplos accidentales y aislados han embotado a personas que deberían conocerlo mejor.
Las enormes ganancias del kitsch son una fuente de tentaciones para la propia vanguardia, cuyos miembros no siempre saben resistirse. Escritores y artistas ambiciosos modificarán sus obras bajo la presión del kitsch, cuando no sucumben a ella por completo. Y es entonces cuando se producen esos casos fronterizos que nos llenan de perplejidad, como el del popular novelista Simenon en Francia, o el de Steinbeck en nuestro país. En cualquier caso, el resultado neto va siempre en detrimento de la verdadera cultura.
El kitsch no se ha limitado a las ciudades en que nació, sino que se ha desamparado por el campo, fustigando a la cultura popular. Tampoco muestra consideración alguna hacia fronteras geográficas o nacional-culturales. Es un producto en serie más del industrialismo occidental, y como tal ha dado triunfalmente la vuelta al mundo, vaciando y desnaturalizando culturas autóctonas en un país colonial tras otro, hasta el punto de que está en camino de convertirse en una cultura universal, la primera de la Historia. En la actualidad, los nativos de China, al igual que los indios sudamericanos, los hindúes, o los polinesios, prefieren ya las cubiertas de las revistas, las secciones en huecograbado y las muchachas de los calendarios a los productos de su arte nativo. ¿Cómo explicar esta virulencia del kitsch, este atractivo irresistible? Naturalmente, el kitsch, fabricado a máquina, puede venderse más barato que los artículos manuales de los nativos, y el prestigio de Occidente también ayuda; pero ¿por qué es el kitsch un artículo de exportación mucho más rentable que Rembrandt? Al fin y al cabo, las reproducciones resultan igualmente baratas en ambos casos.
En su último artículo sobre cine soviético, publicado en Partisan Review, Dwight Macdonald señala que el kitsch ha pasado a ser en los últimos diez años la cultura dominante en la Rusia soviética. Culpa al régimen político no sólo de que el kitsch sea la cultura oficial, sino de que sea hoy la cultura realmente dominante, la más popular, y cita el siguiente pasaje de The Seven Soviet Arts de Kurt London “(…) la actitud de las masas ante los estilos artísticos, sean nuevos o viejos, sigue dependiendo esencialmente de la naturaleza de la educación que reciben de sus respectivos Estados.” Y continúa Macdonald: “Después de todo, ¿por qué unos campesinos ignorantes habrían de preferir Repin (un destacado exponente del kitsch academicista ruso en pintura) a Picasso, cuya técnica abstracta es al menos tan relevante para su primitivo arte popular como el estilo realista del primero? No, si las masas acuden en tropel al Tretiakov (museo moscovita de arte ruso contemporáneo: kitsch) es en gran medida porque han sido condicionadas para huir del ‘formalismo’ y admirar el ‘realismo socialista’”.
En primer lugar, no se trata de elegir entre lo simplemente viejo y lo simplemente nuevo, como London parece pensar, sino de elegir entre lo viejo que es además malo y anticuado, y lo genuinamente nuevo. La alternativa a Picasso no es Miguel Ángel, sino el kitsch. En segundo lugar, ni en la atrasada Rusia ni en el avanzado Occidente prefieren las masas el kitsch simplemente porque sus gobiernos los empujen a ello. Cuando los sistemas educativos estatales se toman la molestia de hablar de arte, mencionan a los viejos maestros, no al kitsch, y, sin embargo, nosotros colgamos de nuestras paredes un Maxfield Parrish o su equivalente, en lugar de un Rembrandt o un Miguel Ángel. Además, como señala el mismo Macdonald, hacia 1925, cuando el régimen soviético alentaba un cine de vanguardia, las masas rusas seguían prefiriendo las películas de Hollywood. Ningún “condicionamiento” explica la potencia del kitsch.
Todos los valores son valores humanos, valores relativos, en arte y en todo lo demás. Pero al parecer ha habido siempre, a lo largo de los siglos, un consenso más o menos general entre las personas cultas de la humanidad sobre lo que es arte bueno y arte malo. El gusto ha variado, pero no más allá de ciertos límites; los conaisseurs contemporáneos concuerdan con los japoneses del siglo XVIII en que Hokusai fue uno de los más grandes artistas de su tiempo; incluso nosotros estamos de acuerdo con los egipcios antiguos en que el arte de las Dinastías III y IV era el más digno de ser arquetípico para los que vinieron después. Hemos llegado a colocar a Giotto por encima de Rafael, pero no por ello negamos que Rafael fuese uno de los mejores pintores de su tiempo. Ha habido, pues, acuerdo, y en mi opinión ese acuerdo se basa en la distinción permanente entre aquellos valores que sólo se encuentran en el arte y aquellos otros que se dan en otra parte. El kitsch, merced a una técnica racionalizada que se alimenta de la ciencia y la industria, ha borrado en la práctica esa distinción.
Veamos, por ejemplo, lo que ocurre cuando uno de esos ignorantes campesinos rusos de que habla Macdonald se encuentra ante una hipotética libertad de elección entre dos pinturas, una de Picasso y otra de Repin. Supongamos que en la primera ve un juego de líneas, colores y espacios que representa a una mujer. La técnica abstracta le recuerda –si aceptamos la suposición de Macdonald para mí discutible—algo de los iconos que ha dejado atrás en la aldea, y siempre la atracción de lo familiar. Supongamos incluso que percibe vagamente algunos de esos valores del gran arte que el culto ve en Picasso. A continuación vuelve su mirada hacia un cuadro de Repin y ve una escena de batalla. La técnica no le resulta tan familiar. . .en cuanto técnica. Pero eso pesa muy poco ante el campesino, pues súbitamente descubre en el cuadro de Repin valores que le parecen muy superiores a los que estaba acostumbrado a encontrar en el arte de los iconos; y lo extraño constituye en sí mismo una de las fuentes de esos valores: los valores de lo vívidamente reconocible, lo milagroso y lo simpático. El campesino ve y reconoce en el cuadro de Repin las cosas de la misma manera que las ve y reconoce fuera de los cuadros; no hay discontinuidad entre arte y la vida, no necesita aceptar una convención y decirse a sí mismo que el icono representa a Jesús porque pretende representar a Jesús, incluso aunque no le recuerde mucho a un hombre. Resulta milagroso que Repin pueda pintar de un modo tan realista que las identificaciones son inmediatamente evidentes y no exigen esfuerzo alguno por parte del espectador. Al campesino le agrada también la riqueza de significados autoevidentes que encuentra en el cuadro: “narra una historia”. Picasso y los iconos son, en comparación, tan austeros y áridos. . .Y es más, Repin enaltece la realidad y la dramatiza: puestas de sol, obuses que explotan, hombres que corren y caen. No hay ni que hablar de Picasso o los iconos. Repin es lo que quiere el campesino, lo único que quiere. Sin embargo, es una suerte para Repin que el campesino esté a salvo de los productos del capitalismo americano, pues tendría muy pocas posibilidades de salir triunfalmente frente a una portada del Saturday Evening Post hecha por Norman Rockwell.
En último término podemos decir que el espectador culto deriva de Picasso los mismos valores que el campesino de Repin, pues lo que este último disfruta en Repin también es arte en cierto modo, aunque a escala inferior, y va a mirar los cuadros impelido por los mismos instintos que empujan al espectador culto. Pero los valores últimos que el espectador culto obtiene de Picasso llegan en segunda instancia, como resultado de una reflexión sobre la impresión inmediata que le dejaron los valores plásticos. Sólo entonces entran en escena lo reconocible, lo milagroso y lo simpático, que no está inmediata o externamente presentes en la pintura de Picasso y por ello deben ser inyectados por un espectador lo bastante sensitivo para reaccionar suficientemente ante las cualidades plásticas. Pertenecen al efecto “reflejado”. En cambio, en Repin el efecto “reflejado” ya ha sido incluido en el cuadro, ya está listo para que el espectador lo goce irreflexivamente. Allí donde Picasso pinta causa, Repin pinta efecto. Repin predigiere el arte para el espectador y le ahorra esfuerzos, ofreciéndole un atajo al placer artístico que desvía todo lo necesariamente difícil en el arte genuino. Repin, o el kitsch, es arte sintético.
Lo mismo puede decirse respecto a la literatura kitsch: proporciona una experiencia vicaria al insensible, con una inmediatez mucho mayor de la que es capaz la ficción seria. Por ello Eddie Guest y la Indian Love Lyrics son más poéticos que T.S. Eliot y Shakespeare.
III
Ahora vemos que, si la vanguardia imita los procesos del arte, el kitsch imita sus efectos. La nitidez de esta antítesis no es artificiosa; corresponde y define el enorme trecho que separa entre sí dos fenómenos culturales tan simultáneos como la vanguardia y el kitsch. Este intervalo, demasiado grande para que puedan abarcarlo las infinitas gradaciones de la modernidad popularizada y el kitsch “moderno”, se corresponde a su vez con un intervalo social, intervalo que siempre ha existido en la cultura formal y en la sociedad civilizada, y cuyos dos extremos convergen y divergen menteniendo una relación fija con la estabilidad creciente o decreciente de una sociedad determinada. Siempre ha habido, de un lado, la minoría de los poderosos –y, por tanto, la de los cultos—y de otro, la gran masa de los pobres y explotados y, por tanto, de los ignorantes. La cultura formal ha pertenecido siempre a los primeros, y los segundos han tenido siempre que contentarse con una cultura popular rudimentaria, o con el kitsch.
En una sociedad estable que funciona lo bastante bien como para resolver las contradicciones entre sus clases, la dicotomía cultural se difumina un tanto. Los axiomas de los menos son compartidos por los más; estos últimos creen supersticiosamente en aquello que los primeros creen serenamente. En tales momentos de la historia, las masas son capaces de sentir pasmo y admiración por la cultura de sus amos, por muy alto que sea el plano en que se sitúe. Esto es cierto al menos para la cultura plástica, accesible a todos.
En la Edad Media, el artista plástico prestaba servicio, al menos de boquilla, a los mínimos comunes denominadores de la experiencia. Esto siguió ocurriendo, en cierto grado, hasta el siglo XVII. Se disponía para la imitación de una realidad conceptual universalmente válida, cuyo orden no podía alterar el artista. La temática del arte venía prescrita por aquellos que encargaban las obras, obras que no se creaban, como en la sociedad burguesa, para especular con ellas. Y precisamente porque su contenido estaba predeterminado, el artista tenía libertad para concentrarse en su medio artístico. No necesitaba ser filósofo ni visionario, sino simplemente artífice. Mientras hubo acuerdo general sobre los temas artísticos más valiosos, el artista se vio liberado de la obligación de ser original e inventivo en su “materia” y pudo dedicar todas sus energías a los problemas formales. El medio se convirtió para él, privada y profesionalmente, en el contenido de su arte, al igual que su medio es hoy el contenido público del arte del pintor abstracto, con la diferencia, sin embargo, de que el artista medieval tenía que suprimir su preocupación profesional en público, tenía que suprimir y subordinar siempre lo personal y profesional a la obra de arte acabada y oficial. Si sentía, como miembro ordinario de la comunidad cristiana, alguna emoción personal hacia su modelo, esto solamente contribuía al enriquecimiento del significado público de la obra. Las inflexiones de lo personal no se hicieron legítimas hasta el Renacimiento, y aun así manteniéndose dentro de los límites de lo reconocible de una manera sencilla y universal. Hasta Rembrandt no empezaron a aparecer los artistas “solitarios”, solitarios en su arte.
Pero incluso durante el Renacimiento, y mientras el arte occidental se esforzó en perfeccionar su técnica, las victorias en este campo sólo podían señalizarse mediante el éxito en la imitación de la realidad, pues no existía a mano otro criterio objetivo. Con ello, las masas podían encontrar todavía en el arte de sus maestros un motivo de admiración y pasmo. Se aplaudía hasta el pájaro que picoteaba la fruta en la pintura de Zeuxis.
Aunque parezca una perogrullada, recordemos que el arte se convierte en algo demasiado bueno para que lo aprecie cualquiera, en cuanto la realidad que imita deja de corresponder, ni siquiera aproximadamente, a la realidad que cualquiera puede reconocer. Sin embargo, incluso en ese caso, el resentimiento que puede sentir el hombre común queda silenciado por la admiración que le inspiran los patrones de ese arte. Únicamente cuando se siente insatisfecho con el orden social que administran comienza a criticar su cultura. Entonces el plebeyo, por primera vez, hace acopio de valor para expresar abiertamente sus opiniones. Todo hombre, desde el concejal de Tammany hasta el pintor austriaco de brocha gorda, se considera calificado para opinar. En la mayor parte de los casos, este resentimiento hacia la cultura se manifiesta siempre quela insatisfacción hacia la sociedad tiene un carácter reaccionario que se expresa en un rivalismo y puritanismo y, en último término, en un fascismo. Revólveres y antorchas empiezan a confundirse con la cultura. La caza iconoclasta comienza en nombre de la devoción o la pureza de la sangre, de las costumbres sencillas y las virtudes sólidas.
IV
Volviendo de momento a nuestro campesino ruso, supongamos que, después de preferir Repin a Picasso, el aparato educativo del Estado avanza algo y le dice que está equivocado, que debe preferir a Picasso, y le demuestra porqué. Es muy posible que el Estado soviético llegue a hacer tal cosa. Pero en Rusia las cosas son como son (y en cualquier otro país también), por lo que el campesino pronto descubre que la necesidad de trabajar duro durante todo el día para vivir y las circunstancias rudas e inconfortables en que vive no le permiten un ocio, unas energías y unas comodidades suficientes para aprender a disfrutar de Picasso. Al fin y al cabo, eso exige una considerable cantidad de “condicionamientos”. La cultura superior es una de las creaciones humanas más artificiales, y el campesino no siente ninguna necesidad “natural” dentro de sí que le empuje hacia Picasso a pesar de todas las dificultades. Al final, el campesino volverá al kitsch, pues puede disfrutar del kitsch sin esfuerzo. El Estado está indefenso en esta cuestión y así sigue mientras los problemas de la producción no se hayan resuelto en un sentido socialista. Por supuesto, esto también es aplicable a los países capitalistas y hace que todo lo que se dice sobre arte de las masas no sea sino pura demagogia.
Allí donde un régimen político establece hoy una política cultural oficial, lo hace en bien de la demagogia. Si el kitsch es la tendencia oficial de la cultura en Alemania, Italia y Rusia, ello no se debe a que sus respectivos gobiernos estén controlados por filisteos, sino a que el kitsch es la cultura de masas en esos países, como en todos los demás. El estímulo del kitsch no es sino otra manera barata por la cual los regímenes totalitarios buscan congraciarse con sus súbditos. Como estos regímenes no pueden elevar el nivel cultural de las masas –ni aunque lo quisieran—mediante cualquier tipo de entrega al socialismo internacional, adulan a las masas haciendo descender la cultura hasta su nivel. Por esa razón se proscribe la vanguardia, y no porque una cultura superior sea intrínsecamente una cultura más crítica (El que la vanguardia pueda o no florecer bajo un régimen totalitario no es una cuestión pertinente en este contexto.) En realidad, el principal problema del arte y la literatura de vanguardia, desde el punto de vista de fascistas y stalinistas, no es que resulten demasiado críticos, sino que son demasiado “inocentes”, es decir, demasiado resistentes a las inyecciones de una propaganda eficaz, cosa a la que se presta mucho mejor el kitsch. El kitsch mantiene al dictador en contacto más íntimo con el “alma” del pueblo. Si la cultura oficial se mantuviera en un nivel superior al general de las masas, se correría el riesgo del aislamiento.
Sin embargo, si fuese imaginable que las masas pidieran arte y literatura de vanguardia, ni Hitler ni Mussolini ni Stalin vacilarían un momento en intentar satisfacer tal demanda. Hitler es un feroz enemigo de la vanguardia por razones doctrinales y personales, pero eso no impidió que Goebbels cortejase ostentosamente en 1932-1933 a artistas y escritores de vanguardia. Cuando Gottfried Benn, un poeta expresionista, se acercó a los nazis, fue recibido con grandes alardes, aunque en aquel mismo instante Hitler estaba denunciando al expresionismo como Kulturbolschewismus. Era un momento en que los nazis consideraban que el prestigio que tenía el arte de vanguardia entre el público culto alemán podría ser ventajoso para ellos, y consideraciones prácticas de esta naturaleza han tenido siempre prioridad sobre las inclinaciones personales de Hitler, pues los nazis son políticos muy hábiles. Posteriormente, los nazis comprendieron que era más práctico acceder a los deseos de las masas en cuestión de cultura que a los de sus paganos; estos últimos, cuando se trataba de conservar el poder, se mostraban dispuestos siempre a sacrificar tanto su cultura como sus principios morales; en cambio, aquellas, precisamente porque se las estaba privando del poder, habían de ser mimadas todo lo posible en otros terrenos. Era necesario crear, con un estilo mucho más grandilocuente que en las democracias, la ilusión de que las masas gobernaban realmente. Había que proclamar a los cuatro vientos que la literatura y el arte que les gustaba y entendían eran el único arte y la única literatura auténticos y que se debía suprimir cualquier otro. En estas circunstancias, las personas como Gottfried Benn se convertían en un estorbo, por muy ardientemente que apoyasen a Hitler; y no se oyó hablar más de ellas en la Alemania nazi.
Como podemos ver, aunque desde un punto de vista el filisteísmo personal de Hitler y Stalin no es algo accidental en relación con los papeles políticos que desempeñan, desde otro punto de vista constituye sólo un factor que contribuye de una manera simplemente incidental a la determinación de las políticas culturales de sus regímenes respectivos. Su filisteísmo personal se limita a aumentar la brutalidad y oscurantismo de las políticas que se vieron obligados a propugnar condicionados por el conjunto de sus sistemas, aunque personalmente hubieran sido defensores de la cultura de vanguardia. Lo que la aceptación del aislamiento de la Revolución rusa obligó a hacer a Stalin, Hitler se vio impulsado a hacerlo por su aceptación de las contradicciones del capitalismo y sus esfuerzos para congelarlas. En cuanto a Mussolini, su caso es un perfecto ejemplo de la disponibilité de un realista en estas cuestiones. Durante años adoptó una actitud benevolente ante los futuristas y construyó estaciones y viviendas gubernamentales de estilo moderno. En los suburbios de Roma se ven más viviendas modernas que en casi cualquier otro lugar del mundo. Quizás el fascismo deseaba demostrar que estaba al día, ocultar que era retrógrado; quizá quería ajustarse a los gustos de la rica élite a la que le servía. En cualquier caso, Mussolini parece haber comprendido al final que le sería más útil satisfacer los gustos culturales de las masas italianas que los de sus dueños. Era preciso ofrecer a las masas objetos de admiración y maravilla; en cambio, los otros podían pasar sin ellos. Y así vemos a Mussolini anunciando un “nuevo estilo imperial”. Marinetti, De Chirico y los demás son enviados a la oscuridad exterior, y la nueva estación ferroviaria de Roma ya no es moderna. El hecho de que Mussolini tardara tanto en hacer esto ilustra una vez más las relativas vacilaciones del fascismo italiano a la hora de sacar las inevitables conclusiones de su papel.
El capitalismo decadente piensa que cualquier cosa de calidad que todavía es capaz de producir se convierte casi invariablemente en una amenaza a su propia existencia. Los avances en la cultura, como los progresos en la ciencia y la industria, corroen la sociedad que los hizo posibles. En esto, como en casi todas las demás cuestiones actuales, es necesario citar a Marx palabra por palabra. Hoy ya no seguimos mirando hacia el socialismo en busca de una nueva cultura, pues aparecerá inevitablemente en cuanto tengamos socialismo. Hoy miramos hacia el socialismo simplemente en busca de la preservación de toda cultura viva de hoy.

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